01/12/2024
 Actualizado a 01/12/2024
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«La imagen del abuelo/padre, sentado a la puerta de casa, mirando a la montaña y rumiando sus pensamientos. Cuando abría la boca, salían de ella palabras calmadas y llenas de sabiduría…». Hablando la semana pasada de la velocidad con que las noticias nos apedrean, comentó Mar González Fdez. que aquel texto le traía a la mente la imagen con la que hoy empiezo la columna. Esta fue su forma de desear una bocanada de calma y aire fresco. La estampa que Mar describió con una sola pincelada, algunos la tenemos grabada porque la conocimos en otro tiempo, cuando los relojes eran analógicos, avanzaban al mismo paso que sus amos y, amigos cómplices, se paraban de vez en cuando, para darles tiempo a ser más viejos. Esos intervalos nos permitían a los jóvenes desandar caminos, regresar muy lejos y llegar a casas con abuelos sentados a las puertas, rumiando pensamientos frente a la montaña. Qué hombres tan queridos aquellos. Tan respetados. Tan Norte. Tan raíces de todo, que quizá fueran el freno del mundo, sin saberlo, y su falta provocó este desboque que vivimos, con peligro de vuelco. 

En mi pueblo hubo una escuela que un día, una maquina amarilla echó abajo, para hacer la carretera por la que nos fuimos los niños, a buscar otra escuela. De no haber ocurrido eso, esta semana hubiesen celebrado el día del Maestro. Maestro rural, para más mérito. El que se convertía en epicentro y modelo de todos, no por voluntad propia, si no porque así lo veían los vecinos. Consejero de padres, profesor de niños, confesor de penas, nacido en el pueblo o forastero mimetizado en tiempo récord con la tierra, la cosecha, la gente de manos rudas y miel por dentro. Esta semana he visto un documental sobre maestros rurales como Joaquín, Pablo, Carmen, Agripina o Teresa, que llegaron con la vocación virgen y la ilusión entera, a pueblos sin luz, ni agua corriente, ni servicios básicos de los que jamás habían carecido. Emociona oír cómo se fueron adaptando a camas desvencijadas y escaños duros. A lavarse en una palangana de agua fría o leer con un candil o velas. Maestros rurales que, mientras enseñaban cultura a los niños, aprendían a vivir con sus carencias. Maestros de todo, asesores y consejeros, que hasta albañiles les pedían ayuda para calcular una medida exacta, aunque allí, un par de zancadas, o tres cuartas y un dedo, siempre funcionaron como medidas, las huertas acababan pareciendo cuadradas y los mojones hacían justicia donde estaban clavados. Era un juego reciproco. Los vecinos, en un intento de aliviar el dicho de «pasa más hambre que un maestro de escuela» les daban la primera cesta de patatas, la muestra del cerdo o la lechuga diaria. No faltaban frisuelos o media docena de huevos, la fruta o el pollo del domingo. De todo había para el maestro, además de un respeto incuestionable. Era una forma de enseñanza tan rudimentaria, que fresas ensartadas en una hierba se convertían en ábaco y limpiar lentejas con la abuela, era restar piedras y sumar lentejas sobre el hule de la mesa, para después dividir la escasez en platos. Hombres reparando la portillera o acarreando leña para la maestra, madres cosiendo un botón al profesor, maestras haciendo ajuares con las alumnas y siendo consuelo de esos secretos de madre. Había tiempo para todo, sin perder la calma. Un intercambio de saberes y favores, una mezcla de culturas en la que Don Pedro, pasa de asistir con pocos escrúpulos y mucha fuerza, el parto del jato, a conseguir la perfección, con una caligrafía sutil, digna del mejor escribano, incluso escrita en tiza sobre un pizarrón. 

Mi hermano Agustín recuerda que, al salir de clase en verano, a veces Don Casto los llevaba a un campo de trigo y, como las espigadoras de Millet, les ponía a recoger las espigas que quedaron desperdigadas en la tierra, para ayudar a la familia que cosechaba ese día. Bien sabían los maestros que, llegadas ciertas fechas, el campo y el ganado eran más importantes que la escuela, porque las cosechas exigían todas las manos de la familia, incluso las más pequeñas. Absentismo escolar que luego remediaban con las «permanencias», esa prolongación del horario escolar para repasar lo atrasado. Maestros en continuo diálogo con sus alumnos y en continuos silencios, tan instructivos como la tabla del tres que aprendían a coro, coro desafinado, pero blanco.

Y cuando el trabajo está hecho, con la excusa de caldear un poco el cuerpo, se presenta en una cocina, para alegría del abuelo que dormitaba en el rincón de no estorbar. Le despereza y salen juntos a la puerta de casa. Se sientan mirando a la montaña y rumiando sus pensamientos. Ahora es el maestro quien escucha porque sabe de la soledad del anciano. Le deja desmenuzar palabras sabias y lentas, como venidas de muy lejos, o sacadas de un cajón, un poco entumecidas de llevar tanto tiempo calladas. Hoy, las permanencias han sido fuera del aula. Consisten en permanecer callado y dejar al alumno que dé rienda suelta a sus sabias palabras. Esas que sólo oye la montaña.

 

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