19/05/2024
 Actualizado a 19/05/2024
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El año pasado por estas fechas, fue Senderines, el niño de Delibes, quien imaginaba a su padre apaleando el agua y sacándole el brillo con el que después llenaba las bombillas. Fue él quien nos condujo desde El Bierzo hasta León capital, saltando de museo en museo, despertando pasados dormidos tras viejos portones, en las bocaminas o en cuevas y viejas ermitas y conventos, porque cualquier lugar ha resultado óptimo para recostar oficios muertos y convertirlos en historia. Nos condujo Senderines desde el carbón y la voz del Museo de la Radio hasta el golpear de mazos del Museo del Batán apaleando lana en los pueblos maragatos, dejando atrás merinas ya sin campos ni pastores y tierras sin labradores. Todo convertido en historia etnográfica con horario para ser visitada.

Este año cambiamos de rumbo, pero seguimos tropezando con portones de madera, crecidos y menguados por los años, que un día se abrieron de par en par a la vida, dando paso a carros y animales a través de patios empedrados, con sombra de higueras y parras y balcones con geranios. Todo ello ya es silencio y penumbra, menos estos días de puertas abiertas en todos nuestros museos. Ayer, a tan solo quince kilómetros de León, crucé una puerta de esas que albergan tanta historia concentrada que cuesta desmenuzarla. El Museo del Cartero de Cuadros es un rincón tan cercano en el tiempo que lo enseñan los propios nietos de quienes dejaron los cestos, los arados y las guadañas colgados sobre la pared de adobe, dando la sensación de que el cambio generacional fue tan rápido que todo se convirtió en historia de repente. Pero no. Sabemos que sus hijos y nietos usaron la pandemia para ordenar primorosamente todos sus aperos y documentos, legado de toda una vida de trabajo. Andrés destila orgullo cuando habla de sus antepasados, que además de agricultores y ganaderos fueron los Carteros de Cuadros. 

Como me ocurrió con Senderines el año pasado, la vaca Serpentina de Rulfo, me vino a la cabeza al oír la historia sobre Manuel el Cartero y sus bueyes ahogados, hundidos en el barro de Villamañán, cuando fue a vender madera. En esa tragedia de los bueyes, que aún se recuerda en la comarca, vi el cuento ‘Es que somos muy pobres’ de Rulfo en el que la riada se llevó, además de la cosecha de cebada y el tamarindo de la tía Jacinta, a la Serpentina, la vaca de la niña Tacha, única esperanza de la familia, comprada por el padre con mucho esfuerzo para que la niña tuviera dote y no se fuera de piruja como sus dos hermanas mayores.

Parece que a Manuel le fueron mejor las cosas y cuando llegas al Museo familiar del Cartero de Cuadros no esperas encontrar una historia tan grande en tan poco espacio. Es un lugar mágico que un día fue cuadra y, respetando su estructura, conserva las paredes empedradas y los pesebres adosados convertidos en expositores, sosteniendo una historia familiar unida a la de Correos del siglo XX. Cartas, fotografías, utensilios de campo y, sobre todo, la increíble historia de dos carteros. Padre e hijo. Manuel y Paco ‘el Cartero de Cuadros’, título que tuvieron ambos. Pronto percibes la importancia de cada documento expuesto en los pesebres, por la época a la que pertenecen. Saber leer, escribir y llevar correspondencia de un pueblo a otro te convertía en sospechoso. En el primer expositor puede leerse una carta familiar del cartero de Turón a su esposa Adelaida, a la que el estallido de la guerra pilló alojada en casa del cartero de Cuadros. Un entramado de bulos bien engrasados (hay cosas tan remotas como el hombre) enlazó a los dos carteros, a Adelaida, una guerra y un pastor que supuestamente ayudaba con el trasiego de misivas. Cartas aparentemente inocentes que acabaron con Manuel en el campo de concentración de San Marcos de León, aunque la historia acabó con Adelaida y Manuel libres y el pastor seis años prisionero.

Solo en ese pesebre hay datos, historia y misterio suficientes para tejer una novela y justificar la existencia del Museo. A partir de ahí, la historia se desliza de forma más amable y Paco toma el relevo de su padre en el mismo lugar, con la misma bicicleta y la misma cartera de cuero, repartiendo secretos, poemas de amor y traiciones lacrados, pedaleando sobre las huellas paternas, por los mismos caminos y pueblos. 
Ayer conocí el retrato de una época y de dos hombres amantes de su trabajo a través herramientas de labranza, sellos, papeles amarillentos, fotografías en sepia y un joven que custodia el legado de su abuelo y bisabuelo como un tesoro. Y habla de su historia con el respeto con que se cuenta la historia sagrada. Allí, presidiendo el centro de la sala, la mesa del cartero, su máquina de escribir, lacre, un censo y un siglo de vida sobre todo ello. Hasta la saca de Correos se conserva en perfecto estado porque se usó hasta hace poco para cubrir una ordeñadora que ahora pende de la pared. Cuando bastan una cuadra y sus pesebres conteniendo, en vez de pasto para vacas, documentos y recuerdos para alimentar memorias. O cómo crear un Museo.

 

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