Gracias a los reflejos de mi padre, que los rescató de la hoguera, conservo algunos pupitres de la escuela de mi pueblo. En ellos hay un hueco para el tintero en el que se mojaba la pluma. Aun no existían los bolígrafos. También conservo un par de pizarras con su correspondiente marco de madera, sí, pizarras, extraídas de una cantera, como las que cubren los tejados. En ellas escribíamos con otro trozo de pizarra y borrábamos con saliva. En ellas aprendimos a escribir y a hacer cuentas. Nada que ver con las llamadas pizarras digitales. No teníamos muchos libros. Bastaba con la enciclopedia, que lo traía todo. Ya quisieran hoy muchos universitarios saber todo lo que venía en ella.
Mi primera inversión como profesor fue un proyector de diapositivas que, junto con los libros, llevaba al hombro en una mochila. Más tarde fue sustituido por un reproductor de vídeo, que también cabía en la mochila, para reproducir en el televisor del centro aquellas grandes cintas de VHS. Aún no había llegado internet ni los teléfonos móviles, si bien un servidor llevaba a clase un teléfono inalámbrico, conectado con el de casa, que tenía veinte kilómetros de alcance. Conservo así mismo ejemplares de las primeras cámaras de vídeo VHS, enormes, y de las primeras cámaras digitales de fotografía, cuya memoria era un disquete de 3,5 pulgadas, así como de los primeros ordenadores, desde el ‘Spectrum’, que había que conectar al televisor, a los PC de IBM que funcionaban con MS-DOS o a los primeros Windows de Apple, como el Macintosh Classic o el Imac. Añádase a esto una lista interminable de artilugios. Digo esto porque es una suerte haber podido vivir paso a paso la evolución de las tecnologías aplicadas a la enseñanza, lo cual me permite tener una opinión, que creo bastante objetiva, sobre las mismas.
Lo primero que cabe decir es que todos estos avances, que en su día podrían parecer sueños imposibles, pero que hoy son realidad, son una maravilla, si se utilizan bien y en su justa medida. Digamos que son un arma de dos filos y que pueden hacer mucho daño. Un coche puede servir para viajar, pero también para matarse. No tenemos aquí espacio para desarrollar el tema, pero no podemos olvidar que están teniendo efectos muy negativos, en los más jóvenes y en los adultos. La Comunidad de Madrid tiene mucha razón al limitar el uso, o abuso, de las mismas en clase. Se trata de un tema sobre el que habría que reflexionar más y que no debería dejarnos indiferentes.