No basta con quejarse. Si a uno no le gusta el cambio climático siempre puede votar en contra de su existencia, como si fuera la cuota de la comunidad de vecinos, y el problema desaparece. Por mayoría. Si no le gusta que haya gente emigrando por necesidad a un país que necesita población, porque ensucian las calles y roban, matan y demás embustes, pues se vota que no vengan y asunto cerrado. Mayoritariamente. Y si no convence la democracia porque no resuelve, pues se vota y se cambia de sistema. Es sencillo. Sucede como en las familias cuando no se habla de un asunto: acaba por no haber sucedido. Y lo envenena todo.
Parecía ofrecer la democracia un futuro lleno de promesas y expectativas a capricho y hay quienes han acabado por considerar un engaño que no se hayan cumplido. Hay quienes se sienten traicionados, vencidos por problemas sin solución, suyos y de todos. Hay quienes votan para mostrar esa irritación, esa ira, o su desencanto y hastío. Casi una mitad de los jóvenes del mundo admite la dictadura como un posible buen gobierno. Crecen las opciones políticas que profieren barbaridades para alentar y aprovecharse del alejamiento de esos ciudadanos. Se acabó la fiesta, dicen, ¿qué fiesta?
Que tantos europeos se pronuncien por ciertas alternativas políticas adquiere la apariencia de una enorme herida. Un trauma cuyo desarrollo describió la doctora Kübler-Ross, que sabía, por experiencia y estudios, de qué hablaba. Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Algo así, seguramente teorizado por algún politólogo o similar, sucede con el cuerpo social. Cuando en regiones de Alemania gana las elecciones un partido con las ideas que llevaron a ese país a la más abyecta desdicha y carnicería acabando por asociar para la historia su nombre al del mal absoluto, nos enfrentamos a un trauma de proporciones demoledoras y difícil interpretación. Primero lo negamos (¿cómo podría ser?), después causa indignación (¿cómo puede ser?), luego se negocia (¿podría ser?), condiciona nuestra forma de ver la vida (podría ser) y aceptamos que forma parte de ella (puede ser). La enfermedad colectiva avanza hasta hacerse inmune a los intentos por detenerla, ya resistente y crónica. El resto es historia sabida.
En Alemania aún aguanta un «cordón sanitario», expresión también médica cuyo objetivo es evitar que estemos dispuestos a convertirnos en enfermos crónicos, tal vez desahuciados. Castilla y León fue la primera Autonomía en aceptar ese pernicioso estado de salud. Y aunque en estos momentos su gobierno pretenda haberse deshecho de esa lacra y sacar pecho pensando que ha demostrado lo inservibles que son esos cantamañanas, el gesto de compartir mesa y escaños ha dejado una huella indeleble que se reproduce por todas partes: es posible; la ultraderecha puede cogobernar, puede pactar, pueden admitirse sus ideas y redactarse sus leyes. El mal está hecho. Lo hemos aceptado.