14/07/2024
 Actualizado a 14/07/2024
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De niños, y no tan niños, cuando se hablaba de polvos nos referíamos estrictamente a polvos de talco. Eran los polvos por antonomasia y, además, una especie de alivia-todo epidérmico: rozaduras, picores, escocidos… Pues bien, después de idolatrarlos toda una vida, nos cuentan ahora que son posiblemente cancerígenos y nos quedamos estupefactos, como compuestos y sin novio. Al cabo, no resultaron ser tan milagrosos, sucede con ellos como con todo tipo de polvos, siempre provocan efectos secundarios.

Vivíamos tan ensimismados en los polvos de talco que apenas reparábamos en la cantidad de polvo que había y hay alrededor nuestro. De todo tipo. En realidad, el descubrimiento del polvo se produce con la edad. Cuando un día nos dicen que pasemos la bayeta, reconocemos entonces que todo el entorno está poblado por un manto de partículas que no dejan nada libre de su contaminación, que en verdad no hay manera eficaz de eliminarlo y que es una batalla perdida. Más tarde supimos que había otro polvo, blanco, de efectos mucho más letales que el talco, que se llevó por delante a una parte de nuestra generación. Luego, de la mano de Carlos Pumares y con el oído puesto en la radio, reconocimos el polvo de estrellas y empezamos a juzgar el cine y el teatro de otro modo. Casi a la par nos llegó el polvo enamorado, el que escribía Quevedo, que continuamos recitando, constantes, para nuestros adentros. Con unos cuantos años más empezamos a notar que estábamos hechos polvo, es decir, que ya no aguantábamos una noche loca. También el uso de razón nos enseñó que del polvo viene el lodo y, sobre todo, la política de los últimos tiempos nos lo confirmó, hasta el extremo de que ya no se habla de lodo sino de fango. Y finalmente, aunque fuese un fenómeno viejo, el cambio climático y las persistentes noticias sobre el tiempo nos repiten con frecuencia que el cielo está lleno de polvo sahariano, o sea, que hay calima.

En suma, como verán, el campo semántico del polvo es inagotable, como él mismo.

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