02/02/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Puede que esta impresión sea compartida: uno aprecia que en el momento actual hay una disparidad, la más intensa desde la Transición, entre el sentir del común y la gobernanza pública. Finiquitado el terrorismo etarra –no así sus consecuencias para las familias de muchos españoles–, aliviada levemente la crisis económica, es el permanente enredo la salsa en la que se desenvuelve la política nacional.

A los escaños del Parlamento español han accedido nuevos grupos políticos. La crisis desatada, a partir de la quiebra de Lehman Brothers en 2008, ha conllevado un retroceso de la socialdemocracia, cuestionada por su incapacidad de arbitrar soluciones para las clases más desfavorecidas, y medias. En España, ha ido acompañada de sangrantes casos de corrupción, resueltos, o en trámite, por los tribunales, y que han afectado, a partidos mayoritarios, con diversa intensidad; incluso, a la familia monárquica y a algunos afines al ideal comunista. En la ciudadanía cuajó el descontento, materializado en ‘los indignados’ del 15 M / 2011; y de cuyo rescoldo nacería Podemos en 2014. El hartazgo ante la corrupción, en la palestra pública, de destacados conservadores, pudo justificar la llegada al poder del Partido Socialista, pese a su escaso número de diputados; opción apoyada por los secesionistas, al pretender contar con un Gobierno que confiaban fuese acomodaticio para sus espurios intereses; de paso, el líder podemita ejercía de trotero político y muñidor, pues era que ni pintada la ocasión para levantar cabeza.

La crisis económica ha sido útil al secesionismo catalán, cuyo partido gobernante, ahíto de casos de corrupción, ha derivado en unir a un conglomerado de fuerzas políticas, para declarar la independencia, después de décadas de incubación alimentada, o consentida, por anteriores gobiernos nacionales. De la respuesta constitucional a esta deriva, nació el partido Ciudadanos, el cual ha trascendido tal nacionalidad, anulado a la UPyD, y hoy es ‘bisagra’ en gobiernos regionales y ayuntamientos. El partido de derecha radical, en estado latente hasta las últimas elecciones andaluzas, ha cobrado un destacado protagonismo, cuya espoleta fundamental, que no única, ha sido el desacato a la Ley Fundamental; su personación, como acusación particular, en el juicio próximo al puñado de secesionistas, ante el Supremo, le otorgará mayor notoriedad.

Así, pues, de una alternancia entre conservadores y socialistas, con la muleta interesada, y ‘bien cobrada’, en inversiones y algunas transferencias forzadas, durante varias legislaturas, de los nacionalismos vasco y catalán, hemos pasado a un Parlamento con un nuevo reparto de escaños y un separatismo campante. No parece que hayamos mejorado en el acontecer político, aunque‘la lección’ recibida por los partidos les hará ser más cautos, bien en cuanto a evitar la corrupción o la ‘ocupación’ de las instituciones. Los asuntos candentes de la gobernanza no se corresponden con los problemas cotidianos que nos aquejan: como las desigualdades entre los españoles en razón de la región en la que viven, la migración de nuestros jóvenes, con una buena formación; la despoblación rural en comarcas del interior, imparable en los últimos decenios; y, fundamentalmente, la carencia de una normativa legal preventiva, respecto al independentismo, y una ley electoral que facilita el que el voto final del ciudadano sea instrumentalizado para coaliciones que le repugnan.

Bien pensado, pese a que la política nacional discurre por caminos torcidos, en pocos momentos de nuestra historia contemporánea la sociedad española se ha mostrado más tolerante y atemperada. Gozamos de derechos civiles como en pocas partes del mundo, en la libertad de culto, de opinión y sexual; igualmente, de algunas singularidades como una sanidad pública excelente y atenta con los más desfavorecidos. Pocos pueblos serán más solidarios ante una conmoción o tragedia que el español; también en las donaciones de sangre o de órganos. Las relaciones entre empresarios y trabajadores discurren habitualmente por el camino de la negociación, y lejos quedan aquellas huelgas generales que hubieron de afrontar anteriores presidentes. Y ello, en una precariedad laboral que sufren, esencialmente, las nuevas generaciones. Quiero decir: que padecimos una larga dictadura y de ahí nuestro deseo, ante todo, de no perder lo conquistado.

En esta legislatura, no parece probable establecer acuerdos esenciales entre los partidos constitucionales, que ya resultaron imposibles en otras épocas de menor complejidad política. El problema creado por los secesionistas será prontamente crucial, tanto por su desarrollo, su resolución judicial, y las determinaciones gubernamentales posteriores. Deberíamos exigir, antes de emitir nuestro voto en la próxima convocatoria electoral para diputados y senadores, la clarificación respecto a qué piensan hacer con los secesionistas (que merecerán condena), y, asimismo, qué coaliciones, de no obtener mayoría parlamentaria, están dispuestos a no llevar a cabo. Menos no se puede pedir, cuando carecemos de una segunda vuelta que nos permitiese depositar nuestro voto con la convicción de su resultado final.
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