Me declaro ferviente amante del muérdago. Me encantan los abetos, los belenes, los Santa Claus, el rojo, el dorado, los elfos. A mí que me den trineos. Soy una fan rendida de la Navidad. ¿Qué puedo alegar en mi defensa? Pues el hecho de haber nacido en Nochebuena. Ver la luz por vez primera en pleno fulgor de invierno al son de zambombas y panderetas imprime carácter. Bueno, carácter no sé, quizás no tenga mucho, pero gustos sí. Escucho un cascabel y el botón de soñar se enciende solo.
Observando estos últimos días postales de diferentes ciudades del mundo en Instagram decoradas por Navidad, no pude evitar reflexionar que el planeta entero o gran parte de él se rinde durante estos días al encanto de la magia. Porque la Navidad es sobre todo eso, magia, el truco más luminoso y cálido que nadie haya podido inventar. Y año tras año se repite sin rechistar y con pasión.
Los creyentes celebran el nacimiento de Jesucristo, su fe justifica en sí misma el fervor navideño, pero no me negarán que hay algo más, si no la vela se habría apagado hace siglos. Y no solo los creyentes la celebran, nace como una necesidad de amor, de reunión al filo de la chimenea.
Quienes detestan estas fechas alegarán que su espíritu se mantiene porque vivimos en una sociedad consumista que se apoya en cualquier pretexto para comprar y celebrar y aunque debemos reconocer que, en parte, esta afirmación es cierta, creo que solo puede aplicarse a algunos. Los regalos excesivos van pasando de moda porque una nueva espiritualidad se abre camino. Todos necesitamos, más en invierno, bajar el ritmo y dedicar unos días sagrados a abrazar, a pensar en lo que de verdad importa. La Navidad es eso, al fin y al cabo, volver a casa, relativizar espinas, acurrucarse.
Nadie nos obliga a ser mejores y lo que no consiga nuestra voluntad no lo conseguirá un abeto, pero una escucha atenta, de caracola inquieta, sí puede recordarnos nuestra misión en el mundo.