No era santo de su devoción. Ni ella del mío. Isabel Carrasco y yo manteníamos una relación profesional pero nada cordial, lo que no impide que reconozca sus virtudes, sin pasar por alto sus defectos. No incidiré ni en las unas ni en los otros porque en los últimos días se ha dicho todo sobre uno de los personajes más controvertidos, a la vez que interesantes, de la política leonesa de las últimas décadas.
Fue asesinada de modo cruel hace ya diez años. El olvido institucional en el que ha caído y la ausencia de homenaje público alguno por parte de su partido son más que elocuentes. También los silencios de los periodistas agraciados con sus prebendas. Forjó una larga lista de agraviados y era temida por los suyos. O estabas con sus tesis o pasabas al lado oscuro. No había tonos grises en su mundo. El Partido Popular autonómico rehuía los enfrentamientos con ella. No permitía injerencias en los asuntos internos del PP de León. Y la respetaban, vaya si la respetaban, incluso en Génova la consultaban antes de tomar cualquier decisión que afectara a esta provincia. Bajo su mandato se ganaban elecciones.
Después de ella todo cambió. El PP de León empezó a ser dirigido desde fuera. Las personas que llevan las riendas del partido se han ido designando en instancias regionales, con el beneplácito de los altos cargos provinciales y con escasa resistencia interna por parte de los valientes militantes que han intentado mantener algo de autonomía provincial.
De la multitud de experiencias vividas con Isabel Carrasco me quedo con la más personal. En cierta ocasión, ya de madrugada en la Plaza Mayor de León, encontré a la entonces consejera de la Junta esperando a su hija adolescente, que se estaba retrasando más de la cuenta. La hice compañía hasta que finalmente apareció. Durante aquel largo rato hablamos de hijos, padres, estudios, horarios y otros temas mundanos.