Otra vez la guerra ha brotado con gran virulencia en Oriente Próximo. Y eso sucede en el contexto global de otras guerras, en un escenario de desequilibrios, migraciones, desastres naturales, aumento de gobiernos autoritarios, ataques a las democracias, y asuntos poco o nada halagüeños.
Se podrá decir que esta es una mirada pesimista, cuando hay organismos internacionales, y especialistas reconocidos en la globalidad, que afirman que nunca el mundo estuvo tan bien como está ahora, que nunca se alcanzaron mayores cotas de evolución social y de libertad. Tengo la sensación, sin embargo, de que estamos entrando en una deriva peligrosa.
Pero tiendo a ser optimista, supongo que antropológico, como decía Zapatero. Vivimos en un mundo privilegiado, a pesar de los males de los que tenemos noticia, a pesar de las dificultades reales que hemos de superar. Nuestra vida europea es envidiada y deseada por una cantidad inmensa de ciudadanos de este planeta, y esta es la razón, entre otras, por la que muchos desean vivir en esta parte del mundo, alejase de los conflictos o del dolor cotidiano. Creo que puede entenderse perfectamente, no es necesario pensarlo demasiado. Lo que no quita, sin duda, que también el Primer Mundo esté experimentando graves problemas, algunos provocados por esa ola de populismo intransigente, la manipulación de la sociedad contemporánea a través de la simplificación y el elogio de la ignorancia, aprovechándose de las inevitables insatisfacciones. Hay problemas sí, aunque la mayoría vendrán más adelante: sobre todo, los derivados de la crisis climática.
Las guerras son una constante en la humanidad desde sus orígenes. Y ese sueño de que la Segunda Guerra Mundial terminaría con todas las guerras, tras las explosiones atómicas, tras las cifras horripilantes de muertos (por no hablar de las cifras de la Primera), es ya, a estas alturas, papel mojado. Nos vamos conociendo a nosotros mismos, y la guerra no es algo obsoleto en el siglo XXI, como soñábamos, ni las armas pueden ser llevadas sin más para el reciclaje al Punto limpio. Al contrario, las guerras siguen prendiendo.
La invasión de Ucrania se interpretó como un estallido que podría dar lugar a la Tercera Guerra Mundial: somos aficionados a estas etiquetas, a estas ampulosidades, aunque sea en el terreno de lo terrible. Esta guerra ha encallado, está prácticamente bloqueada, pero mantiene su tensión absoluta y su cuota de muerte. Los efectos expansivos de esta guerra se han contenido, es cierto, hasta convertirla en una lucha más limitada, al menos militarmente. Pero sus efectos políticos, económicos, y, desde luego, sus efectos en la población y en los países próximos, no pueden ser negados. Estados Unidos y China, entre tanto, dirimen el poder mundial con cierta distancia, pero, por supuesto, vigilantes. Asistimos en este momento a una batalla por la hegemonía, por el Nuevo Orden mundial, si queremos llamarlo así, y, sin embargo, también estamos dirimiendo, o lo están haciendo las grandes potencias mencionadas, una batalla comercial de enormes consecuencias.
Que los seres humanos (los líderes, los gobiernos) sigan siendo incapaces de acabar con las guerras es muy decepcionante, dice poco de nuestra especie, y nos conduce a esa extraña paradoja del progreso tecnológico que ha de convivir con algo tan prehistórico y triste como es la violencia y la fuerza para resolver los conflictos. La grandeza de lo humano y de lo que le concierne, el humanismo, la pasión por el conocimiento, no nos libra de las luchas tribales (todas lo son, finalmente), el deseo infinito de poder, la lucha feroz por los territorios, la exclusión del otro si llega la ocasión, y asuntos aún peores. Todo el progreso está oscurecido por la ambición desmedida, por la creencia en enfermizas superioridades.
La coyuntura del presente nos hiere aún más porque las desigualdades son más evidentes. Hoy la información corre a gran velocidad, las imágenes del progreso se hacen virales en lugares olvidados o castigados. Hoy el mundo es más pequeño y no faltan los que creen más próxima una vida digna, aunque, persiguiéndola, tantas veces pierdan la vida. Muchas guerras enraízan en la desigualdad, en la injusticia. También en la insatisfacción social. Y, en algunos casos, las democracias sufren porque es fácil lanzar contra ellas a una parte de la población insatisfecha. No suelo citar mucho a Churchill, la verdad, pero ahí está su famosa afirmación que de vez en cuando merece ser recordada, porque la memoria es frágil (o el desconocimiento del pasado): “la democracia es el peor de los sistemas de gobierno, con excepción de todos los demás”. Vivimos en un país que, sólo con mirar hacia atrás en su historia reciente, puede entenderlo muy bien.
Las guerras locales, como suelen llamarse, los conflictos territoriales limitados, la lucha entre clanes o facciones, parecen reflejar un aumento de la tensión en muchos puntos del globo, aunque algunas de esas guerras, como las de Oriente Próximo, han estado latiendo de una u otra forma durante décadas. Hay batallas desconocidas, conflictos silenciados o que han perdido el interés de los medios. De vez en cuando vuelven, cuando alguna atrocidad se hace notoria. Pero la muerte se mantiene y gana en la oscuridad. Si no hay conflictos más generalizados es quizás por el miedo a una destrucción asegurada. Algunas tensiones se liberan en escenarios de terceros, algunos enfrentamientos se dirimen de manera oblicua o indirecta, pero están ahí.
¿Vivimos el momento más peligroso de la historia? Nuestras vidas personales nos obligan a tomarnos los grandes males con una distancia que no es real. Le televisión enseña las catástrofes, pero protegemos, siquiera por higiene mental, un área doméstica y familiar. Convendría saber, sin embargo, que ni siquiera en el mundo desarrollado estamos libres de los males en marcha. La guerra en Ucrania nos lo ha demostrado. Pero este mundo está enfangado en otras debilidades, en otras amenazas, y la mayoría están relacionadas entre ellas. Me dolió que, en la dulzura de los jardines nazaríes, bajo las fuentes de la Alhambra, los líderes europeos no llegaran a un auténtico acuerdo sobre la gestión de las migraciones. Estaban a pocos kilómetros de un mar que amamos, y que se ha convertido en una tumba para los pobres. Europa tiene demasiadas dependencias, pero guarda varias grandezas. Orbita sobre ella gran parte de la historia que se mueve, porque es un territorio de libertad, y la libertad es la alegría. El humanismo europeo es una de las pocas salidas que nos quedan. La esperanza de muchos.