Principio del fin o viceversa

Siempre han existido teorías catastrofistas que anuncian el fin del mundo. Cada cierto tiempo alguien fija una fecha en la que vaticina que todo acabará. Después del ambiente apocalíptico generado en los últimos años, no resulta descabellado.

Los acontecimientos, las estadísticas o los resultados de los estudios de diversos tipos que nos llegan a diario no son alentadores.

Por ejemplo, los datos apuntan a un crecimiento del envejecimiento poblacional y León es una de las provincias en las que más se refleja ese aumento. Lo que sí desciende es el índice de natalidad. Además, los jóvenes se van en busca de mejores oportunidades a otras provincias o a otros países. Lamentable.

Percibo una falta general de ilusión reflejada en frecuentes charlas pesimistas sobre la situación actual, algunas muy ilustrativas. Sin ir más lejos, ayer escuché conversar a dos señoras mayores en el supermercado. Una de ellas decía no saber qué comprar porque, aparte de estar todo carísimo, «a saber qué le echan, parece que nos quieren envenenar». La otra, muy seria, no lo ponía en duda porque «somos muchos en el mundo, sobra gente». Remataba con un contundente: «Esto es el fin».

Cierto, otro asunto preocupante son las alertas alimentarias o de lotes de medicamentos de uso extendido. Como el reciente descubrimiento de varias marcas de aceite de oliva que no solo estaban adulteradas, sino que contenían componentes no aptos para el consumo. Lo peor es que no se trata de un caso único.

No obstante, pienso que el fin más próximo que veremos es el de nuestros cultivos, si la lluvia no se deja caer y el verano transcurre tan cálido como se prevé. O el del sisón, pobre ave para cuya desaparición conceden, máximo, una década. Pero quién sabe, quizás sí que se aproxime un cambio drástico. De ahí esa incómoda sensación de nerviosismo, malestar. Lo mismo que cuando uno apura su consumición en un bar a la hora del cierre mientras el camarero recoge las mesas, friega y apaga la luz.