01/01/2025
 Actualizado a 01/01/2025
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Llegada la Navidad, la existencia se colma de ilusión, inquietud, recuerdos y añoranza.

Es algo especial y aún pesa en nuestro subconsciente la eterna pesadilla del hombre de Atapuerca según la cual, después de la más absoluta oscuridad, la noche sea eterna y no volvamos a ver amanecer.

En pleno siglo XXI, La tecnología nos asiste y sabemos que la mecánica celeste es infalible. Que podemos estar tranquilos, pues la vida nos otorga una nueva prórroga. Pero no te fíes porque, aunque los astros digan una cosa, la maldad humana va en sentido contrario. Así, nuestro Planeta arde en las múltiples guerras actuales y las venideras, que no se harán esperar demasiado.

La noche del 24 de diciembre estaba la familia en torno a la mesa esperando que la abuela sacara de la cocina los largueros con el doradín pavo, los langostinos de Huelva, el turrón, la sidra, el Xamprada y la lombarda, que no podía faltar. Era, por comparar, como la sagrada cena. Cuando la abuela Bernardina, comprobó que nada faltaba, la ceremonia familiar comenzó.

Todo transcurrió como un año más. Entre risas, bromas, villancicos, discusiones políticas y ciertos resentimientos de herencias que las cuñadas reavivaban. En ese punto, la madre reconducía la situación hacia los buenos sentimientos y la convivencia. La vida familiar y los malos recuerdos, casi olvidados.

Al cabo del banquete, los hijos somnolientos se acomodaron ante el televisor, mientras los niños, por los rincones desenvolvían paquetes, y peleaban.

A eso de la una, cuando Bernardina regresó de la Misa de Gallo, con su débil voz, emitió la profecía: “El año que viene ya no estaré aquí”. “Anda mamá, no digas tonterías” -comentaron los hijos-.        Aunque en principio la familia no le dio crédito, aquellas palabras empezaron a ocupar un espacio de su mente.

Cuando la mamá entraba a la cocina, cuando venía con la bolsa del mercado, cuando salía de misa… los hijos la observaban con sigilo y, ante tal vitalidad, se tranquilizaban por el buen aspecto que, para su edad, la mamá presentaba.

Para mayor tranquilidad la llevaron al centro de salud para un chequeo rutinario y el médico, sorprendido, le dijo: “Bernardina, está usted como una rosa”.

Los días, semanas y meses fueron transcurriendo sin mayor preocupación. El día de Todos los Santos, en la visita al cementerio, la abuela sintió una punzada en el corazón y vertió una lágrima por su difunto marido y su mirada se marchitó.

No mostró una señal de alarma, pero contradiciendo a su propia profecía, llegó hasta la Noche Buena, para alegría de su familia, que desechó aquella preocupación. Empero su alma cansada, le decía que se iba a morir sin remedio.

A pesar del creciente dolor su corazón resistía, aunque esperó hasta el nueve de enero para expirar discretamente y no amargar la Navidad a su familia. El tiempo todo lo cura -pensó- y tienen doce meses por delante para olvidarme.

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