Siempre pensé que las grandes odiseas, con pasajeros viviendo situaciones límite, ocurrían en aeronaves espaciales o en el Transiberiano, camino de Vladivostok. Quién iba a imaginar que en esta tierruca nuestra, un humilde tren de vía estrecha que avanza a duras penas, retorciéndose entre las montañas leonesas, nos ofrecería aventuras dignas de la mejor película de in.acción (política). Odiseas que podrían resultar cómicas, si no fuera por el trasfondo que se intuye.
Cuesta creer que, hace un mes, el trayecto de 57 km entre Cistierna y León durara 4 horas. O que, en un viaje para el olvido, los pasajeros quedasen atrapados en un infierno con más de cuarenta grados, hasta ser desalojados en Cistierna. Inexplicable, la barrera bajada durante tres horas en Puente Almuhey, impidiendo el tráfico de coches hacia mi querido Valle del Tuéjar. Digna de Berlanga la escena de un maquinista y un interventor, con el tren parado a la altura de Valcuende, echando sacos de arena en los raíles porque el tren patinaba al subir la cuesta. Usuarios viajando gratis por no haber tornos para expedir billetes ni revisores a quien pagar, provocando pérdidas que lo dirigen, premeditadamente, hacia una vía muerta que después justifique su cierre. Ocho años siendo testigos de casos tan insólitos, soportando el cinismo de quienes lo están desmantelando con absoluto descaro, invirtiendo cantidades astronómicas en alta velocidad, mientras dejan a los pueblos con despojos ferroviarios, sin mantenimiento ni personal suficiente. Años de rabia contenida, viendo cómo agoniza el tren que nos llevaba al verano, a la siega y las cerezas y en septiembre nos devolvía al internado con las rodillas descalabradas y mil aventuras en el alma.
Otra batalla más de las zonas rurales, eternas víctimas del caciquismo, pidiendo simplemente que el traqueteo del tren que vertebra la montaña leonesa, siga sonando en sus valles. No piden un AVE, que ellos, con los pájaros que anidan en aleros y despachos, ya tienen suficiente. Esperan en apeaderos y estaciones de ínfimo coste, una caseta con dos bancos y un reloj en la pared, atrasado siempre para no delatar al tren amigo, si es que llega. Y suspiran aliviados cuando asoma a lo lejos, entra en la estación resoplando de cansancio y tras darse un respiro, se desvanece allá en la curva, arrastrando los vagones traseros como un perro viejo, sin decir ni adiós, que a su edad las despedidas asustan, mientras todos piensan: ojalá vuelva mañana. Y mañana, es siempre.
Próximo destino: incertidumbre
19/07/2019
Actualizado a
19/09/2019
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