En Babia,
hubo un mesonero
que vendía alpargatas para un solo pie
y colmados de mosto y jabón de sosa.
No había forma de irse de allí.
Los bebedores remolones y chaparros,
las madreñas perezosas,
un hedonismo de frascas y estampas de almanaque.
De niño,
pasaba las horas en la cantina de mi abuelo.
El odre era una pieza sensual
y en un cartel con chinchetas
explicaban la historia del tren.
No había forma de irse de allí:
del brillo de los escabeches,
del aire cautivo,
de su penumbra sagrada y olorosa.