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Pulchra Leonina

27/02/2023
 Actualizado a 12/03/2023
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Lo hace a eso de las dos del mediodía. Sale en bata, se sienta y fuma. Con la otra mano hace scroll en la pantalla del móvil. A veces le acompaña un gato. Al fondo a la derecha, las agujas de la catedral completan la estampa.

Me gusta mirar a la chica desde mi terraza y ver a la misma señora a la misma hora comprar la barra de pan en la misma tienda. Tomar la calle ancha y torcida para ir al trabajo, beber el café con leche y azúcar moreno a igual horario en igual bar. Llevar siempre las uñas cortas.

Por la tarde, poco antes de las cinco, el sol lo inunda todo y recorro rápido esa ruta que tomo cuatro veces, la comida centrifugando en el cuerpo. Entonces la piedra está bonita, casi reluce a pesar de tener un andamio encaramado al costado. Es el momento que más le favorece, aunque yo la contemplo a todas horas, porque sus torres desiguales despuntan por encima de los tejados y se asoman a la ventana y te guiñan el ojo, aunque no tenga ojos, ni nariz, ni boca y sea sólo un edificio.

La imagino como una gran cotilla. Observando al simio pelado que la toca, la trepa y la rodea desde hace siglos: los que aún la llenan solemnes en la misa de doce, quienes la sobrepasan, veloces, sobre un patinete eléctrico. O aquellos que, de anochecido, alguna vez se besaron contra sus muros, ahora al recaudo de una verja.

Paso a su lado y pienso en aquel párrafo que escribía Thomas Bernhard en ‘Extinción’ sobre la garra afilada de la Iglesia católica cernida al cuello de los otros. La asfixia y el miedo hoy opacados, olvidados, porque el animal ha sido domesticado y casi no recordamos que ella sólo tolera al hombre católico y a nadie más.
Todo eso es verdad, pero en cada ciudad a la que he sido trasplantada mi desarraigo se ha enamorado de sus templos. Algún día también serán nuestros. Puro patrimonio. Un montón de roca tallada y hermosa que no busque, ya no, la rodilla en tierra.
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