18/06/2023
 Actualizado a 18/06/2023
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Ayer los mirlos y vencejos, como cualquier otro día, intentaron colarse en la red que protege las cerezas, revolotearon por la huerta y provocaron al perro sin tregua. Hicieron lo de siempre, pero un poco pasados de decibelios. También la cigüeña pareció rasgar algo al pasar ante la ventana y la lluvia metió mucho ruido para pocas nueces. En realidad, ayer todo sonó igual que otros días, aunque pareciese estridente, simplemente porque el bar estuvo cerrado y el pueblo parecía en letargo. Ayer los coches no llenaban la plaza, faltó parloteo de terraza, arrastrar de sillas, trasiego de licores que caldean bocas y almas y chocar de cristales de los que no llegan a herirse. Faltaron esos sonidos que, bien batidos, forman un ronroneo continuo que desde fuera se oye como el latido del pueblo, palpitando en ese punto de encuentro. Ayer estaba cerrado el templo en el que más confesiones se hacen sin haber pecado y más penitencias se cumplen sin merecerlas, normalmente en forma de soledades. Ese lugar común donde el trago no se mide por rondas, ni el tiempo por horas, ni la palabra necesita decir nada. Donde saludarse es un levantar de barbilla, un arqueo de ojos, una mano alzada o una palmada en la espalda. Ayer, viendo un pueblo sesteando a jornada completa, recordé algo que había olvidado, que una taberna o una tasca son el centro del mundo donde no hay otro punto de encuentro. Allí lo de menos es el beber, lo que importa es la compaña y la grasienta baraja que mata las horas ya muertas. El lugar donde siempre habrá pan para una necesidad y un litro de leche para un olvido o una noticia que dar y otra que recibir porque allí desembocan las soledades de todos. Es el rincón donde una ausencia ocupa más que una presencia y nadie se queda quieto si el viejo Tomás no vino a tomar el tinto, que desde que vive solo… vive acompañado por todos. Entre ellos se cuidan, sin hablarlo, se apoyan sin decirlo y se amparan sin pedirlo. Les sobra con una barra de bar donde acodarse para decirse lo tantas veces dicho, o con un par de taburetes para descogollar palabras mojadas con ese tintorro que las tiñe de sangre y las ayuda a deslizarse. Incluso la puerta les vale para remolonear con los perros tirados a sus pies, que hasta ellos acuden al punto de encuentro.

Últimamente vemos bastantes casos en los que pueblos o Ayuntamientos ofrecen facilidades de todo tipo a quien quiera continuar con el único bar o pequeño negocio abierto en su pueblo, incluso ofreciendo vivienda, porque saben que cerrar el bar o la pequeña tienda es cerrar el pueblo. El Pleno del Congreso acordó hace poco tramitar la proposición de Ley presentada por el diputado de Teruel Existe para que los bares, tiendas y venta ambulante en localidades de menos de doscientos habitantes reciban las misas ayudas que las entidades con una labor social reconocida. Eso son: punto de encuentro, centro social y único lugar de convivencia que, en muchos casos, evita que esos vecinos no cojan la curva de irse. Sólo hay que pasar unos días en un pueblo para entender lo necesario que es mantener abiertos esos “negocios” sin serlo realmente, porque prima lo humano sobre lo económico.

Este tema me recuerda la felicidad que puede suponer oír jugar al dominó cuando, ya con la hora ajustada, buscas un lugar concreto para comer, que encuentras con la trapa bajada. Entonces toca recorrer un rosario de pueblos ensartados en mil curvas que parecen comerse el día porque, aunque el reloj marca las cinco de la tarde de un otoño con prisa, tras cada una de las curvas ves crecer un trozo de noche, adelantándote por la derecha. Después de seis pueblos y hambre de necesidad, aparcas junto a un paredón sin motivo alguno y oyes, saliendo de no sabes dónde, el sonido más bonito que podría existir en ese momento: las fichas de un dominó estrellándose contra una mesa. Como si aquel repiqueteo de fichas fuese algo hipnótico, te lleva en volandas por la calleja que rodea la casona, hasta llegar al portón donde un leve trasteo anunciaba vida interior... Durante mucho tiempo recordé el sonido de aquellas fichas de dominó castigando a la mesa, la media docena de viejos jugando en penumbra, el dichoso trasteo de cocina que tanto me gusta mentar y la mujer de caderas grandes y remango berciano que, con una fuente de macarrones y un estofado de corzo mató el hambre de dos viajeros perdidos. Como a Natalia Ginzburg en su anécdota del espejo sobre un carro, donde creyó conocer la felicidad y deseó meterlo en algún cuento, aquel viejo bar haciendo de mundo me provocó ganas de escribir. Pero en este caso la historia no ha muerto dentro de mí, como le ocurrió a la poeta, y se ha convertido en columna, como ejemplo real de la necesidad de mantener vivo un punto de encuentro en los pueblos, por pequeños que sean, tanto para sus habitantes como para los viajeros. Ayer recordé que nunca el silencio de un pueblo debe ser tanto que los vencejos y mirlos sean su banda sonora, por bonito que suenen…
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