14/12/2024
 Actualizado a 14/12/2024
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Hace unos cuatro años me entró –en realidad, no sé si a mí o a quién– la necesidad imperante de enfrentarme a eso de «sacar el carné de conducir» Supongo que acongojada por la idea generalizada de la independencia consecuente; aun a sabiendas de que ni tengo coche, ni lo tendré próximamente. 

La cuestión es que no me lo «saqué». No supe. No es que no quisiera; es que no se me da bien. No encuentro la forma de dominar una tarea que involucra un artefacto que no entiendo. Pregunté lo que eran los caballos, segura de que no eran versiones diminutas de los animales que corrían en el interior del vehículo. Pregunté cómo funcionaba un motor. Me lo explicaron, pero seguí sin entender. Quizá el almacenamiento de mi cerebro, en un intento desesperado por evitar los conocimientos que no le interesan, cerró la entrada a esos detalles sobre pastillas de freno y embragues y marchas y no sé cuántas cosas más.

Algo parecido me pasa con la política. Intenta someterme despiadada y me persigue allá donde voy. La oigo de fondo en cualquier parte. No hay barra de bar en la que no rebose como una rica caña, pero su espuma es la exaltación: siempre con ella y sin lo divertido del alcohol. Y la muy mezquina se esfuerza por que mis oídos pasivos se presten a una escucha activa y ellos lo intentan, pero nada: sin reacción. 

Creo que sólo hay una manera de acercarme a su comprensión y pasa por inventar uno o más personajes evocadores que me sirvan para ilustrarla. Al leonesismo, como ejemplo oportuno, me lo imagino como un niño pequeño y llorón que, entre lágrima y lágrima, a veces dice cosas muy interesantes. Pero se le va la fuerza por la boca y juega con juguetes anacrónicos que de poco le sirven. Es un poco ‘enfadica’ y discute con sus amigos por ver quién es más rotundo en su llanto. No se le acaban las lamentaciones, los pucheros protestones,ni tampoco la ilusión. 

Es un personaje del todo literario, casi cinematográfico. A todo el mundo gusta que esté ahí; cerquita, llorando, esperando el momento de mostrar su fulgor y, de vez en cuando, lo muestra. Hay hasta quien le aplaude en alguno de esos comentarios acertados que se hacen tan populares como para tornarse, en ocasiones, en populistas. Pero no tiene maldad; si acaso algún que otro tornillo suelto por no vislumbrar ápice de lógica entre tanto ímpetu guerrillero, entre tanto gesto novelesco. 

Este domingo igual me paseo un rato por el centro a ver qué se cuece. Me llevaré una palomitas de mantequilla para sentarme en algún banco y disfrutar del espectáculo. Veré la escena, con todos esos muchachos excitados, dispuesta a disfrutar como de un buen libro, como de una interesante película. Y será como alguno de Poe o como una de Burton: realidades ficcionadas y teñidas de guiones, de atrezos y decorados necesarios –o no. Ficciones realistas, pero, sobre todo eso: pura ficción.

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