Merecedor de una oda de pluma ‘nerudiense’, mes de poeta triste –siempre a mi parecer–, septiembre se yergue en el calendario como tiempo simbólico de inicio, pues no hay estudiante que lo entienda de forma distinta. También, tiempo de sensibilización y prevención del suicidio, aprovechado por asociaciones, colectivos, autoridades para sacar su rostro a la calle en un gesto de complicidad que resplandece por los motivos para vivir. Por el sentido de la vida frente a la crueldad de la muerte silenciosa.
Pero, por mucho despliegue, cuesta encontrarle el sentido a que especuladores caseros –redundancia aparte– campen a sus anchas entre personas que compiten por una habitación en un piso compartido –y cochambroso– ya pintando canas, como la única posibilidad de independencia que no suponga entrar en números rojos. Se hace compleja la tarea de toparse con el sentido cuando la búsqueda de trabajo es entrar en un edificio laberíntico lleno de puertas que se abren y se cierran en un relato kafkiano que no te deja escapar; en una plataforma gélida e inhumana que te pide ser joven y que tengas cinco años de experiencia y que lleves a tus espaldas el peso de dos másteres y que seas empática y que sepas trabajar en equipo y que estés dispuesta a ser laxa en cuanto a los horarios y que des tu vida por un trabajo que ni te llena, ni te gusta, cuyo sueldo casi ni te da para llegar a fin de mes. Un trabajo que sólo te hace falta para sobrevivir. «Sólo»… Como si fuera poco.
No por ello debe encontrarse más sentido a la muerte –o al suicidio–, si hasta hay quienes somos afortunados, trabajando en aquello para lo que hemos invertido años en la Universidad. Pero se entiende como eso, una suerte, y no como lo que tiene que ser si así queremos que sea. Quizá entre tanto decálogo, entre tanto motivo para «conectarse» a la vida, no haya mejor prevención de la conducta autolítica que dotar al futuro –y al presente– de la luminosidad en que se traducen unas condiciones que no nos obliguen a ser eternos jóvenes, llevando con nosotros cada día todo lo malo de su acepción y cargando al mismo tiempo con los peores aspectos de la etapa adulta.
Quizá, además de sensibilizar y romper estigmas sobre trastornos mentales que son patologías y no «locura», habría que dejarle ese espacio público que ahora ocupan discursos rimbombantes y verbalmente violentos a la juventud que en unos años sostendrá al resto de generaciones y que, por el momento, casi ni puede sostenerse a sí.