16/06/2024
 Actualizado a 16/06/2024
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Hace tiempo que se consumó el divorcio. Antes los periodistas éramos una prolongación de la ciudadanía, un tentáculo si se quiere, que se adentraba en aspectos de la realidad que normalmente no estaban al alcance de la población. Pero hubo un momento en que la prensa, los medios de comunicación, dejaron de estar hechos de la misma materia humana. Lo pienso cada vez que me acuerdo de aquel director de un medio nacional que se ‘enteraba de las cosas’ por lo que le contaban en las cenas a las que iba. Es decir, lo que los poderosos querían que supiese a través de su burbuja en la que nunca dejaba de pisar moqueta.
Pienso también en este otro influyente crítico, que se jactaba de no coger el metro ni haber cocinado en su vida. Lo cual no era obstáculo para que hiciese bandera de determinadas causas sociales o ideologías que no casaban con su desprecio por la plebe.

Esas personas te cuentan lo que sucede. Y resulta inevitable pensar que sus diferentes filtros distorsionan la realidad. Esto no significa que haya que volver a los reporteros con gabardina, apostados en un coche frente a la casa del delincuente y con la radio de la policía pinchada. Pero incluso en este estereotipo hay una humanidad mayor que en la de quienes se otorgan la capacidad de examinar lo que acontece.

Hoy en día los corresponsales hacen refritos de otros periodistas, principalmente. En algunos casos su labor se podría comparar a la de un piloto de drones que maneja desde la silla de su despacho un aparato a miles de kilómetros. Es más, en muchos textos que nutren nuestra percepción de conflictos lejanos se adivina una elaboración que podría haber sido realizada perfectamente en Benalmádena.

También es visible en una deformación profesional que viene de largo, pero que ahora ‘canta’ más que nunca: el redactor jefe que ve una cosa en la calle, le llama la atención y piensa que ya es de interés general. Todos los que nos dedicamos a esto tenemos presente la escena: sentados en una mesa con el jefe de turno explicándole que no, que la realidad no es así, tal y como él piensa. La pelea interminable, con mucho tacto para no herir su orgullo, con argumentaciones, matices y datos oportunos que, en la mayoría de las ocasiones, no servían para nada y terminaba al encontrarte con el titular pendiendo como una espada de Damocles sobre el cuerpo de un texto que no guardaba ninguna relación con él. Una idea peregrina disfrazada de noticia.

 

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