04/04/2024
 Actualizado a 04/04/2024
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Una muy buena amiga me envió un mensaje el Jueves Santo pasado en el que decía: «quién no haya conocido al Pantera, pensará que cuándo escribiste el artículo te habías fumado algo muy fuerte». Uno, que en lo de fumar estacas de maría siempre fue un flojo, jura y perjura que lo escribió en pleno uso de sus facultades mentales y que, además, fui de un conservador extremista, porque del Pantera pude haber escrito cosas mucho más heavy pero me corté más de lo que corta un cuchillo de Albacete... Quiero decir que no mentí ni exageré nada de nada. Este asunto me recuerda aquella vez que García Márquez, en una entrevista, afirmó que él no había inventado nada, porque en su casa tenía material suficiente como para no tener que descabezarse creando personajes que casasen con el «realismo mágico», esa revolución de la literatura en castellano que nació en Galicia de la mano de Valle-Inclán y Fernández Flórez.

También os he hablado más de una vez de Guareschi, el italiano que para sus obras bebía de las aguas del Po y de sus habitantes: gente parecida a los ribereños leoneses del Porma, del Esla, del Órbigo, del Sil o del Burbia, de sangre caliente a la que no se le pone nada por delante; y es que el espacio en el que uno nace, vive y muere nos condiciona de una manera brutal la vida. No es lo mismo nacer (y que a nadie le parezca mal, por favor), en la Cabrera, en los Ancares o en la Sobarriba, donde el suelo es escaso y pobre, dónde sacar un jornal es una hazaña propia de Hércules o de Espartaco, que hacerlo en una ribera rica y próspera, dónde sólo hace falta escupir para que nazca un trigo propio de una exposición universal. Este hecho condiciona la forma de ser de sus habitantes quieran o no. Por contra, esos lugares pobres y a menudo inaccesibles, suelen ser guapos con cojones, espectaculares los mires como los mires...; en contraposición, ¡claro!, con los ribereños, sobre todo ahora, porque ‘gracias’ a las concentraciones no queda ni una triste sebe, que era la nota más característica en cuando a belleza y carácter de su paisaje.

Volviendo al realismo mágico: los juntaletras leoneses, que como todos sabéis son legión, nunca se adentraron en sus senderos y veredas. El único que se acerca a él es Pereira y un poco Luis Mateo, pero de refilón. El resto son más realistas que los franceses..., y hacen bien, porque escribir de algo que suena a sueño, de algo que nace en lo más recóndito y escondido de la mente suele ser agotador.

Y no debería ser así, mayormente porque los tan mentados ‘filandones’ que se daban en toda la geografía de la provincia, serían el mejor caldo de cultivo para que fuésemos, lo leoneses, la traslación en este país de los escritores americanos.

Además, en los años más duros de la posguerra, se producían en estos lugares ricos y prósperos hechos tan inauditos que, hoy en día, nadie creería. ¿Un ejemplo? En los cuarenta, venía a Vegas un tipo de León que cambiaba jamones por tocino. El jamón era un producto del que se sacaba poco chupe, ningún chupe: había que esperar dos o tres años para meterlo mano, porque eran enormes, de treinta o cuarenta kilos ‘en verde’, y corrías el riesgo de que en ese tiempo le cagase la mosca o, simplemente, que no llegasen a curar. En cambio, el tocino se usaba todos los días de muchas maneras distintas: como grasa para freír, para dan sustancia a las sopas de ajo, para cocer y acompañar a la ración del cocido o, ya frío, para merendar con un buen corrusco de pan... No había color...: mejor el tocino que el jamón, de todas todas. No fue hasta bien avanzados los años sesenta cuando aquí se empezó a apreciar este manjar que nos hace famosos en el mundo entero. Igual que la cecina, esa exquisitez cazurra. Lo importante era la carne de la vaca que siempre, siempre, se mataba a medias con algún familiar o con algún vecino. Curar la cecina era una frivolidad, un lujo al alcance de unos pocos privilegiados.

Madrid, en aquellos años, se quedó sin gatos porque la gente tenía tanta hambre que los consideraban más ricos que los conejos, ese animal gracias al cual los habitantes de la península nos llamamos como nos llamamos.

Mis jóvenes lectores, dos o tres, no se creerán lo que estoy escribiendo, como sucedió la semana pasada cuándo hablaba del Pantera. Pensarán que son cuentos como los de la ‘vieja del monte’ o como los del perro que el solo cazó a un oso o a un jabalí con los colmillos cono puñales. Pero estas cosas pasaban, sucedían en todos los pueblos de la provincia y la gente no se extrañaba ni les parecían un cuento de ‘la madre Celestina o del padre Susarón’: eran consustanciales a su vida.

Salud y anarquía.

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