Reinventarse desde la resta

02/07/2024
 Actualizado a 02/07/2024
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Un mastín con un collar repleto de clavos en punta y dos perros menos aparentes son los primeros en darnos la bienvenida a un rincón apagado al tiempo que lo hacía su térmica. Anllares perdió toda su energía al desconectarse del enchufe, y lo que queda es una resta, más clara que para los que llegan, para los que siempre han estado. Trini sabe contar, aunque no fue a la escuela. Cuidaba el ganado en los montes bercianos de niña, cuando la escuela era un lujo que se le negaba. Y no le salen los números que conoció hace cuarenta años allí, cuando su mesón, el primero que una mujer abría en el pueblo, aunque se llamara El Conde, servía, al día, un centenar de comidas. Hoy, ella sigue detrás de la barra. Eso no ha cambiado más que en la edad, pero, en frente, ya no ve a esos amigos que cada día subían a la central. El horno solo se enciende los fines de semana para que su marido Ernesto cocine algún cordero por encargo y ya no se abren los salones de arriba. Sobra espacio o falta gente. El rural se va quedando en refugio del turismo selectivo y no en un pueblo desde el que dibujar un proyecto de vida. Y Trini piensa en el cierre…si no fuera porque eso sabe que no solo pone un candado a la puerta, lo hace también a su vida. Mastica la pena rezando para poder ver cómo su nieta le regale otra generación a lo que un préstamo bancario y una decisión de futuro puso cimientos. Hoy solo el mesón hace filandón en esa esquina que teme la llegada del invierno, tan gris y solitario.

Pero en Vega de Espinareda y Fabero, Pedro dibuja la misma solución matemática. Él lleva en las venas un mostrador. Sus padres eran los de la tiendina que heredó como forma de vida. Aunque sin gente, es difícil vender y cada vez hay más casas vacías, reflexiona. Así las cosas, es difícil pensar en que sus negocios seguirán después de ellos. Y la sentencia de muerte de un pueblo la firma el cierre de su tienda y de su bar.

Tenemos en peligro de extinción a buena parte de los enclaves rurales bercianos que se recuerdan siendo un hervidero industrial. La mina hizo de ellos un espejismo temporal tatuado en el símbolo del dólar. Eso es recuerdo e historia hoy. La resta es lo único que se hace fuerte en ellos. Y lo que queda es una reinvención necesaria a la que le faltan ganas, ni siquiera para reivindicarse.

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