El tiempo, en los pueblos, siempre fue algo secundario. Nadie quedaba a «las doce en punto»; los minutos y los segundos nunca importaron lo más mínimo porque eran imposibles de medir. En Vegas, por ejemplo, había dos relojes de sol: el de la iglesia y el de la casona de Gunda y a ver quién es el guapo que logra descifrar, en esos pelucos extraordinariamente hermosos, los cuartos o las medias. De los dos, uno sigue funcionando, el de la iglesia; su hermano, sin embargo, perdió el gnomón y sólo sirve de decoración.
El tiempo, siguiendo las enseñanzas de Einstein, es algo relativo para el ser humano. En las ciudades modernas, da igual en León que en Singapur, la gente vive en la dictadura del tiempo. Intentamos arañar segundos para batir un récord, trabajar más o estar más tiempo con la enamorada (o), como si el mundo se acabase y mañana no quedasen esperanzas. Es, ¡claro!, un error como una torre de grande; siempre queda tiempo para hacer los deberes mañana o pasado, o al otro. Nos volvemos locos con el tiempo, obligándonos a ser infelices, a ser seres insatisfechos porque no logramos conquistar nuestros anhelos en el acto, en un aquí te pillo, aquí te mato.
En Vegas, todo esto cambió en el año del señor de 1899, cuándo la Junta Vecinal compró un reloj de la marca ‘Canseco’ (maragato, como el relojero Losada), y lo instaló en la torre de la iglesia. A partir de entonces, Vegas y los pueblos vecinos en un radio colosal, supieron lo que eran las en punto y las y media. De algo sirvió, por lo menos para el suscribe, porque un antepasado suyo, lienzero de oficio, natural y vecino de Muelas de los Caballeros, provincia de Zamora, muy cerca de Castrocontrigo, un buen día se perdió por estos pagos y se enamoró del pueblo y de su riqueza. Quiero advertir a los que no conozcan Muelas que allí, por desgracia, si siembras trigo o centeno te salen piedras… Con las mismas, convenció a su hermano mayor (el patriarca de la tribu), para que viniese a verlo y, como seña, le dijo: «no tiene pérdida. Es el único pueblo que tiene reloj» y así se trasladaron todos a la ribera del Porma, por lo que uno pudo nacer aquí y no en Pernambuco, pongo por caso. El peluco de Canseco funcionó ciento catorce años a pedal, teniendo que subir a darle cuerda todos los días. Durante sesenta años, esta tarea la realizo Gusto Muñiz, pero en 2014, se escacharró, por lo que se decidió automatizar el sistema. El noviembre de 2015 volvió a instalarse en su torre y, desde entonces, la cosa no ha hecho más que empeorar. Quiero decir que el reloj se ha vuelto un jubileta por su sitio y sólo rula fetén en primavera y en otoño. En invierno por el frío y en verano por el calor, se atrasa y se adelanta lo que le da la gana, como si tuviera vida propia, como si la tecnología no fuese con él y sus devaneos, como si se quisiera reír del tiempo dando las hora y las medias cuando se le pone en los cojones. Lo dicho, talmente como un jubilado que solo está a gusto si no hiela o si no viene una ola de calor… ¡Lo que son los tiempos (nunca mejor dicho)! A finales de los setenta del siglo pasado, cuándo los de Vegas creíamos que las fiestas de Santiago eran más importantes que las de la capital, cuándo duraban siete días, como los sanfermines, y las actividades comenzaban a las doce de la mañana, muchos paisanos dejaban todo lo que estaban haciendo (regar, excavar, echar las vacas), cuándo el reloj tocaba las doce campanadas, anunciando el fin del trabajo, como si fuese la sirena de una fábrica.
Ahora que estamos en plena canícula, que muchos estáis de vacaciones, os daré un consejo: no tengáis prisa por nada ni por nadie. Sentaros en el mejor sillón que tengáis en casa y dejar pasar el tiempo. Y si vais de vacaciones a un lugar distinto del pueblo de vuestros ancestros, no intentéis ver todo y conocer todo en una semana: no lo lograréis, por mucho empeño que pongáis, y ese afán no os dejará tiempo para descansar, para holgar, para desconectar de la rutina. Conozco gente que viene de vacaciones mucho más cansada que cuando las coge; ¿para qué?, ¿qué necesidad? Uno, que ahora es un holgazán de libro, también cometió esos pecados en otro tiempo, en otro lugar…, y no ganó nada al hacerlo. Es más, hoy me doy cuenta de que leyendo un buen libro aprendo mucho más de un país y de su gente que recorriéndolo como un loco en un ‘tour de force’ desquiciante y agotador, porque, al final, por muy buena memoria que tengas, sólo recordarás el vino que bebiste o la comida excepcional que te dieron en un lugar sin encanto, perdido en medio de ningún sitio, como me ocurrió, por ejemplo, cuándo descubrí los ‘Tras os montes’ buscando un ternero de piedra porque lo recomendaba Saramago en su libro ‘Viaje a Portugal’ y que no halle, porque como lo había hecho el diablo, desaparecía cuando le daba la gana, y hacía muy bien... Salud y anarquía.