Fue en el 2010 cuando dijimos adiós a la televisión analógica. Muchos de nosotros aún tenemos en la mente, o en algún cajón de casa, los descodificadores TDT que en su momento hubo que conectar a nuestros televisores para poder verlos.
Pues catorce años después, concretamente el pasado 14 de febrero, ha tenido lugar el apagón de la TDT, televisión digital terrestre, para dar un paso definitivo hacia la emisión de canales en HD, alta definición. A comprar adaptadores y resintonizar canales. O cambiar la televisión de nuevo.
También les toca el turno de desaparecer a las líneas de cobre que llevan décadas suministrando teléfono fijo y ADSL. A partir del próximo mes de abril, quien no disponga de fibra óptica se quedará sin ellos. A pesar de estar satisfecho con el servicio contratado y su funcionamiento.
Se supone que son avances. Aumento de la calidad de imagen, más velocidad de internet y un sinfín de ventajas. La evolución de la tecnología no detiene su carrera veloz. Sin embargo, me pregunto hasta qué punto es correcto que estos cambios sean obligatorios y no opcionales.
No quiero ser mal pensada, prefiero entender que se hace para mejorar. Pero casi todo lo que se presenta como bueno suele contener letra pequeña.
En este caso, lleva implícito un importante desembolso encaminado a adquirir nuevos equipos adaptados, compras a priori innecesarias, y realizar las instalaciones pertinentes. Se podría decir que es una forma de forzar el consumo.
Cada vez los distintos dispositivos tardan menos tiempo en quedar obsoletos y mucha gente se queda atrás incapaz de seguir el ritmo de las continuas actualizaciones.
Por otra parte, hay lugares que no están preparados para recibir la señal de televisión en HD o donde todavía la fibra óptica se encuentra a años luz.
Hablo del mundo rural. Pequeños pueblos que, otra vez, son dejados al margen del desarrollo.
Si no hay opción de renovarse solo queda morir. Injusto. Aunque, a estas alturas, nada de lo que sorprenderse.