La gente se muere. La gente se muere todos los días, con puntualidad. La gente se muere y sale en los periódicos si esa muerte no se esperaba, si no tocaba –¿Cuándo lo hace?–, si la vida ha sido arrebatada. La gente se muere y sale en el periódico y en las redes y se comenta en tu casa y en el bar y en el trabajo a mayor brillo en el pelo y en el zapato del finado. Lo normal.
La gente se muere de sed en el desierto y nos llegan las fotografías. Podríamos decir, en voz muy baja, que los matan. Es una hipótesis, claro. «Nadie les tocó un pelo, mi señor, perecieron ellos solitos».
¿Qué ocurre con un cuerpo cuando se le niega el agua y se lo abandona en mitad de un terreno árido de clima feroz, extremo, con nada más que el horizonte a su alcance? Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Se llamaban Fati y Marie. La primera era una mujer de 30 años, la segunda una niña de cinco. Madre e hija de Costa de Marfil, los pies encuerados de tanto caminar.
Las soltaron en mitad de la nada, expulsadas como perras en la frontera entre Libia y Túnez. Pato, Camerunés treintañero, padre de la criatura, fue arrojado a su lado y se separó en busca de agua y se perdió y lo encontraron con vida. A ellas no. Dos trozos de carne macerando bajo el sol. Demasiado lejos como para mirarlos dos veces.
De aquello queda nada más que un hombre solo, con las entrañas abrasadas por la sed que se llevó a su familia. Un hombre solo cuya fotografía de sonrisa amplia flanqueada por dos cuerpos vivos ha recorrido internet. Un hombre solo con las venas aún llenas pero la mirada hueca. Un hombre solo, abandonado en rincón cualquiera. Un superviviente más de esa masa informe y sin rostro que llamamos refugiados.
«Mi vida está llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron», escribía Montaigne. Las de ellos, en cambio, sí. Y la crueldad es nuestra.