Siempre he tenido muy malas resacas. Recuerdo que mis compañeros de piso en la universidad siempre organizaban una salida a algún lugar de comida basura que reequilibrase su PHdespués de una noche de excesos. «Con Jorge no contéis» era la frase habitual al otro lado de la puerta tras la que la deshidratación, la cefalea y los sudores fríos atacaban a un hombre indefenso que lamentaba cada mala decisión de la noche anterior. Tanto me jodían las resacas que me arrepentía de haber salido, algo así como dudar si poner la venda antes de una herida que aún no se ha abierto. Sí, ya se que podía salir sin beber y todas esas cosas pero... patatas.
El caso es que si las mías eran resacas malas –la edad, las obligaciones y dos niñas que todavía no entienden que los fines de semana puede uno levantarse un poquito más tarde – peor ha sido la de la manifestación del 16-F. A ella acudieron 13.000 personas según las autoridades, unos 50.000 según los organizadores, una diferencia que obliga a pensar que efectivamente alguna de las dos partes salió la noche anterior y aún no se había centrado, pero que en cualquier caso supone una presencia suficiente como para tenerla en cuenta dado el pasotismo habitual de la sociedad leonesa para mover un dedo por cualquier cosa. Todos ellos acudieron con la ilusión de que, esta vez sí, después de varias anteriores en las que nada había cambiado, el domingo iba a ser el punto de inflexión que iba a devolver la esperanza a esta tierra «terminal» como la definieron los sindicatos convocantes. Decían que el día después iba a ser más importante que la propia y manifestación y, para sospresa de absolutamente nadie, el lunes fue el día en el que Óscar Puente era recibido entre ramos en su localidad natal de Valladolid anunciando una inversión de más de 250 millones de euros en una estación de tren en la que le cupiese el ego. Al Bernabéu del ferrocarril español le sucedió en los titulares las declaraciones de Ester Muñoz, que apareció en la manifestación y no terminó de entender que hubiera gente que la culpase a ella y a su partido, el que lleva 40 años en el poder en una comunidad autónoma en la que nadie pidió estar, como uno de los males de la provincia. A la «briosa» diputada, como la definió el mejor ‘adjetivista’ (¿existe esa palabra?) de este país, Federico Jiménez Losantos, se le han visto las costuras en cuatro días. El primero hizo acto de presencia y se ofendió porque la cosa no era como a ella le hubiera gustado. El segundo, hizo la peor comparación que se le puede hacer a la gran mayoría de los que la rodearon el día antes. El tercero le echó la culpa de ello a otros y el cuarto volvió a Madrid para esparcir barro por el Congreso de los Diputados, que en realidad era su objetivo primario. Quizás las próximas elecciones tenga que hacer como algún adversario político y presentarse a las Generales por Valladolid.
En fin, resaca de las malas. Da la sensación de que esta tierra no hay ya quién la salve.