Hace años escuché a una persona afirmar con rotundidad que era imposible la paz en el mundo y que mientras hubiese hombres sobre la tierra, habría guerras. Por la simple razón de que, si resulta complicado a veces ponerse de acuerdo entre dos, cuánto más lo sería entre los millones que existimos.
Parece una perspectiva pesimista, una falta de fe en la humanidad, pero con su buena dosis de realismo. Vivimos en una sociedad cada vez más polarizada, radicalizada, en la que los gestos y palabras son analizados con lupa. En las redes sociales cualquiera se adjudica la potestad de ejercer de juez y verdugo enarbolando su derecho a la libertad de expresión, sin importar la repercusión o el daño que con ello causan. Ignorando que la libertad de uno termina donde comienza la libertad y los derechos de los demás.
Recientemente, Mark Zuckerberg ha anunciado que su empresa Meta, propietaria de Facebook, WhatsApp, Instagram o Threads, ha decidido eliminar su programa de moderación de contenidos y verificación de datos. Lo mismo que ya hizo Elon Musk con X (antes Twitter). Esto no hace sino dar alas a bulos o insultos, la mecha que faltaba para encender el odio que ya flota en el aire.
Prueba de ello es que la aparición de una estampa en televisión tenga la capacidad de provocar todo un tsunami de reacciones. O que en Torremolinos se publicite una macro fiesta ilegal en la que no se admiten peleas, drogas, gorras, chanclas, maricones. Tampoco cesan los delitos de acoso y agresiones a mujeres, situaciones claramente discriminatorias, xenofobia…
Habría que analizar si tenemos la piel demasiado fina y nos molestamos con facilidad. Quizás esa susceptibilidad encubre una doble moral según la cual la ofensa no depende tanto del qué como del quién. Nadie, aunque algunos se empeñen en creerlo, está en posesión de la verdad absoluta sobre lo que es correcto o normal y lo que no lo es.
En este año que acaba de empezar deberíamos hacernos el firme propósito de respetar, vivir y dejar vivir.