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Roa de la Vega 8 Revisited

15/07/2015
 Actualizado a 13/09/2019
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Mis amigos me han oído decir más de una vez lo afortunado que me siento por tener cinco hermanos mayores, cinco, que, siendo todos muy jóvenes –yo apenas un niño–, me sumergieron en la marmita del rock. Tampoco es que lo hicieran a propósito, simplemente se limitaron a dejarse llevar por su juventud y por el ritmo contagioso de las canciones y los bailes que entonces entraban en una España gris con la fuerza de un tsunami de sonido y de color: el surf, el jerk, el twist, el rock and roll. Aunque no hubiera sido posible de no ser por un amigo de mis padres que nos regaló el primer tocadiscos que tuvimos, un precioso ‘pick up’ americano igualito a los que veíamos en las películas del Rat Pack, con el que mis hermanos rápidamente organizaron sus primeros guateques caseros, a los que yo asistía como privilegiado espectador de primera fila.

Mis dos hermanas mayores compraban discos de cantantes melódicos italianos y franceses como Paoli, Modugno, Adamo o Vilard, sin desdeñar a los americanos Belafonte o Ricky Nelson. Los dos hermanos mayores llegaron a un acuerdo para no pisarse las chanclas y se repartieron amigablemente Beatles y Rolling, Dylan y Elvis, música folk y grupos instrumentales. Con todo, el más raro era el quinto hermano: le dio por comprar un tipo de música que, al principio, recibía el rechazo de los demás; pero, gracias a él, por aquella habitación desfilaron cantantes que parecían arrastar sus canciones por el suelo para elevarlas luego al cielo como una plegaria; tipos que tenían raro hasta el nombre: Aretha, Rufus, Otis, Percy, Ray, Solomon… En aquella macedonia musical se integraba, sin ningún tipo de problema, la canción sudamericana que le gustaba a mi madre (además de Nat King Cole en español), y cuatro pinceladas de música clásica que le gustaban a mi padre (y, curiosamente, Louis Armstrong).

Aquellas escenas familiares aún están «en mis oídos y en mis ojos» (como cantaba McCartney) y raro es el día que, al doblar una esquina, no surja una imagen, una luz, un color o una melodía lejana que me retrotraiga a Roa de la Vega 8.

Eso me ha sucedido con especial intensidad la semana pasada, a raíz de la conmemoración de la visita de los Beatles a España, en 1965, con la beatlemanía en pleno apogeo. El año anterior habían triunfado en Estados Unidos y se preparaban para la segunda gran gira mundial. En aquel momento, mi hermano J tenía solamente 16 años, lo que significa que no podía ni soñar en viajar a Madrid y, mucho menos, pagarse la entrada del concierto. Se tuvo que contentar con traer a casa un póster de los Cuatro Fabulosos vestidos de toreros y pegarlo en la pared del cuarto común que nos servía de dormitorio, sala de juegos, ring de peleas y pista de discoteca.

Cuando lo vio mi padre, un juez con sentido del humor menos cuando tenía que poner cara de juez, torció el gesto y le ordenó que lo quitase.

– «Y dónde quieres que lo ponga entonces».
– «Donde más rabia te dé, pero no quiero verlo ahí».

Mi hermano J, que era un cabezota de fila 1 número 17, quitó el póster de nuestro cuarto... y esa misma tarde lo colocó en el dormitorio de mis padres, sustituyendo al tradicional crucifijo.

Cuando mi padre llegó del trabajo –es decir, de impartir sentencias– en mi casa se mascaba la tragedia y ninguno de los seis nos atrevíamos a abrir la boca ni para respirar («aquí va a arder Troya»). Dicen que el silencio puede llegar a ser atronador, pues justo eso es lo que recuerdo que sentí cuando intuimos que mi padre acababa de entrar en su dormitorio para cambiarse de ropa.

Pasó un segundo, dos, tres... (riéte de Hiroshima y Nagasaki...), cuatro, cinco, seis... (Trafalgar, Waterloo…), siete, ocho, nueve... ya se oyen unos pasos lentos... (King Kong, Belfegor). Mi padre abrió la puerta de nuestro cuarto, donde en ese momento no había lugar para juegos, peleas ni música, y poniendo cara de quien le han metido una culebra en la bota mientras está pasando revista el capitán, le dijo a mi hermano:

– «Vale, me ha hecho mucha gracia... pero ahora quita inmediatamente eso de ahí».
Por supuesto que no le había hecho ni puta gracia, pero sospecho que mi madre jugó un papel importante para que no se montase la de San Quintín por una foto de cuatro melenudos que se pusieron el mundo por montera. Y fuese y no hubo nada.

Sirva esta oportunidad como enésimo homenaje a los primeros pinchadiscos que conocí: mis cinco hermanos mayores.

Como repite Juan de Pablos –que podría ser otro de mis hermanos mayores– para despedirse: «Forza, saluti a tutti, bacione, auguri, in bocca al lupo, arrevederci e a presto pino».
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