Es difícil descubrir qué hace de una obra de arte el fetiche cultural que acaba por arrancarla de cualquier análisis crítico para convertirla en un icono de categoría devocional. Son escasas las obras que han adquirido tal condición y menos aún las que han sobrevivido. La Mona Lisa es tenida por el cuadro más conocido del planeta, aunque no sea la obra preferida de la mayoría ni la mejor de su autor. Es otra cosa. Tal vez sus incógnitas, quizás su biografía, incluido un robo novelesco, y su ubicuo papel en la cultura pop tengan mucho que ver. En cualquier caso, su celebridad ha implosionado en el museo más grande del mundo. Y está abriendo grietas.
Visitar uno de los lugares concebidos para la contemplación de las obras humanas más apreciadas, quizás el primero y más excelso de ellos, se ha convertido en un suplicio: largas colas a la intemperie, una pirámide de cristal antesala de un centro comercial subterráneo (¿presintió Pei esta propensión hacia el ‘mall’?), correcalles en las galerías y una sala abarrotada de una muchedumbre ansiosa por testimoniar el instante. Y tienen derecho a ello, por supuesto. A nadie importa el aporte museístico porque este ha saltado en pedazos ante este ‘blockbuster’. Pero cuando no es posible contemplar un cuadro expuesto (ni los que están alrededor) algo se está haciendo mal. Y está pasando en algunos de los mejores museos del mundo. Ocurre en la Sixtina, adonde puede llegarse o salir de ella deambulando por salas vacías u otras donde no se mira sino el cartel de la salida.
La solución de Macron, bosquejada en una comparecencia que ahonda en la tradición francesa de aferrarse al Louvre, parece, por su indefinición, un salvavidas político empleado ya en Notre Dame. Su propuesta es de clásico recetario neoliberal: que se pague más por verla, que haya una entrada especial para una sala segregada donde reine la tabla de Leonardo. Pero existe otra: que salga del Museo. La Gioconda debería salir del Louvre si no quiere acabar con una buena parte de él. Llévenla a un pabellón individual, a un edificio propio, expongan todo cuanto ha tratado sobre ella y ofrézcanle al ciudadano la opción de visitarla sin las horcas caudinas del Louvre, mientras se libera al Museo del campo gravitatorio que consume buena parte de su colección. Hágase un Museo solo para ella y lo que ha dado de sí: habrá de sobra. Porque el Louvre no solo es ombligo de Francia, sino también de la museística mundial, y lo que allí se decida será un ejemplo a seguir. Para mal incluso.
Hace más de un siglo que los futuristas, al tiempo que proclamaban que un auto de carreras era más bello que la Victoria de Samotracia, exigían que La Gioconda se expusiera en el metro. En nuestros días ya está en el metro, y por doquier, convertida en ídolo, meme y marchamo turístico marca Francia. Pero tal disponibilidad ha atizado más aún las visitas al original, impelidas por el aura de lo intangible y único: satisfáganse con consideración hacia todos los públicos.