Pasó el Miércoles de Ceniza, la remembrada festividad católica, que los papones leoneses toman como referencia y proemio de la Semana Santa. A partir de ahora las cofradías y hermandades ponen el cronómetro en marcha y, a fe de los propios interesados, el tiempo se come las expectativas, como un mar los suspiros. «Ya la tenemos ahí», dicen los cofrades con optimismo y nunca exentos de intranquilidad. Y no les falta razón. Lo que no se haya previsto con anterioridad y pragmatismo, difícil será de llevar a cabo. Las improvisaciones son desaconsejables por naturaleza.
La Semana Mayor de León se ha ido sosteniendo y avanzando gracias, sobre todo, al tesón y compromiso de algunas personas, quienes, altruistas y generosas, jamás le volvieron la cara ni en las peores épocas. Al contrario. Mecenas que se entregaron en cuerpo y alma, para que las siguientes generaciones heredaran las tradiciones y la crónica de encapuchados y procesiones. Papones, a fin de cuentas, que, en comunión y con pulso, apadrinaron en el día a día y en cada primavera las trágicas jornadas evangélicas. Lo que ocurre es que la memoria de capillo y capirote suele ser frágil para con los papones destacados. Se les borra de los recuerdos con inusitada ligereza. Se les arrumba. Es una de las anomalías imperantes y repetidas en este mundo de túnicas multicolores y varas de mando de diverso tamaño y testimonio.
El 4 de enero último se cumplió el vigésimo aniversario del fallecimiento de Salvio Barrioluengo Blanco, un papón y un caballero de altos vuelos y un puntal indiscutible en la historia de la Real Hermandad de Jesús Divino Obrero. También, y en visión global, de la Pasión capitalina, desde su responsabilidad gestora en aquella enrevesada Junta Mayor de Cofradías (en sus inicios Pro-Fomento), cuyos miembros nadaban a contracorriente por mor de las diferencias (personales) reinantes. Tiempos difíciles y controvertibles, en los que Barrioluengo, con temple y cercanía, procuraba poner mesura y entendimiento. Y sólo eran siete las cofradías y hermandades integrantes. Y sobraba ruido.
Su andadura como abad-presidente de la penitencial y de gloria de Jesús Divino Obrero marcó estilo. Y escuela. Barrioluengo tomó la vara abacial un 1 de mayo de 1976 y dirigió los destinos de la fraternidad morada y alba durante dieciocho largos años porque así se lo pidieron los hermanos. Por aclamación. Cesó el 30 de abril de 1994, pero siempre siguió al pie del cañón. Formaba parte de su bonhomía y de su manera de entender el deber perpetuo que se había impuesto. Era un hombre de ley y de orden. Y un papón que, con letras de molde, entró de pleno derecho en la historia y en la intrahistoria de la Semana Santa de León, a la que, sin contención, honró hasta la muerte.