Hace un mes os hablé de las leyendas de León, confesándoos que me había enamorado de alguna de ellas. Pero no os mencioné la más sonada de mi zona: la leyenda de ‘la cabra de San Bartolo’, porque aquí, y en la otra ribera, al pueblo en cuestión no se le llama por su nombre, San Bartolomé, sino que se acorta porque queda mucho más musical y sonoro. La historia es más vieja que el cuco: dos familias discuten por las lindes de las tierras, por un comentario hiriente, por un desamor entre los hijos o vaya uno a saber por qué. El hijo de una de las familias, en un arrebato de ira, una noche sube a la majada propiedad de los ‘otros’ y la prende fuego. El resultado es que mueren todas las ovejas y las cabras, produciéndose un río de unto que baja por la cuesta como si fuese agua. Hasta ahí, todo normal, si consideramos normal a que el propietario del rebaño no volvió a levantar cabeza y se fue consumiendo hasta morir del disgusto... El asunto es que al año del suceso, otra noche, en una primavera sin sueño, en los restos calcinados de la majada, una cabra, a la que nadie ve, se pone a balar y no para hasta el amanecer; y así una noche tras otra. El fenómeno corrió por todos los pueblos vecinos como un reguero de pólvora y fueron cientos los que se acercaron al pueblo a oír, con sus propias orejas, los balidos de la difunta. La cosa duró mucho tiempo, un año o así, hasta que, de pronto, el balido desapareció y no se volvió a escuchar. Pero, en las noches de invierno, sentados en la cocina escogiendo fréjoles, o hilando, o simplemente hablando, siempre se recordaba la historia de la cabra. Hasta mi abuelo fue a San Bartolo y la oyó, dándose una paliza cojonuda, porque el mentado pueblo queda al otro lado del monte, después de Garfín, el pueblo de los carboneros.
Esta semana pasada se volvió a oír el nombre del pueblo, pero esta vez en los periódicos, en las radios y en las televisiones locales y nacionales: un fuego surgió en el monte como por encanto. No se sabe si fue provocado o producto de una tormenta seca, esas que no dejan lluvia pero sí rayos y truenos como para asustar al más templado. Hemos tenido mucha suerte. La noche anterior al incendio, Eolo la preparó y lanzo a todos los vientos sobre el monte que junta a las dos riveras. Sin embargo, el día del fuego, se conoce que cansados, no soplaba ni una brizna de aire. De haberlo hecho, la cosa sería poco menos que incontrolable, como el fuego de Tenerife. Hubiéramos asistido a un incendio de séptima generación, como poco y si es que existe ese nivel. El monte, desde Vegas hasta Garfín, por mor sobre todo de la Junta de Castilla, está dejado de la mano de Dios y tiene combustible suficiente como para llegar el incendio hasta las mismas riberas del Esla y del Porma, arrasando todo lo que encontrara a su paso. ¡Con deciros que las escobas, por ejemplo, son como la mujer barbuda de un circo de tres pistas! Y lo son porque parecen árboles, alcanzando algunas sus buenos tres o cuatro metros. ¡Lo nunca visto!, por lo menos en estos lares...
Y digo que por culpa de la Junta de Castilla porque no se puede desatender tanto un monte que, eufemismo sangrante, tiene el adjetivo calificativo de ‘utilidad pública’. Os cuento, por ejemplo, que en la parte de Vegas tiene muchas encinas, que no se podan porque no te dejan hacerlo, logrando que campen por sus fueros, dejando los caminos y las sendas intransitables, tanto para los vehículos (ahí les doy la razón), como para las personas. Los cortafuegos son un chiste, ya que tienen la misma, o más, vegetación que el propio monte, por lo que, en caso de catástrofe, no sirven para nada. Esa misma Junta de Castilla, no deja que los rebaños, que siempre existieron, de ovejas o de cabras pazcan y quiten maleza. ¿La razón? Ni puta idea. Bueno sí: argumentan que hacen daño a los robles y a las encinas, que las desmochan, que las hieren, que las secan... Es, por supuesto, una estupidez como el Palacio de Vegas de grande. Siempre, desde tiempo inmemorial, esas señoras cumplían con su obligación, aligerando la vegetación que sin ellas se ha desmadrado. Había majadas en Vegas, en Cerezales, en Valdealcón, en Garfín, en Valdealiso, en San Bartolo, en Gradefes... Las ovejas y las cabras dieron de comer a muchas familias y, también, dieron dinero a los pueblos, porque estos cobraban por el servicio; al fin y al cabo, el monte es de los pueblos, no de la Junta de Castilla. Todos, entonces, salían ganando. ¿Por qué no se hace lo mismo ahora? ¿Es que los ecologistas de salón saben más que los paisanos que han vivido toda su puta vida en el monte y del monte? Todos sabéis la respuesta y no la voy a escribir. Estamos en manos de unos descerebrados y la culpa es vuestra por votarlos cada vez que convocan elecciones.
Bueno, a lo mejor me he pasado un poco en el último párrafo, pero es que tengo un cabreo del ocho sólo con pensar en la que se pudo preparar el otro día si al dios Eolo le hubiera dado por hacer de las suyas.
Salud y anarquía.