Hasta la fecha, tan solo han sido treinta y siete los declarados ‘Doctores de la Iglesia’, título otorgado a santos de diferentes épocas por su contribución a la fe para los fieles de todos los tiempos, que –así lo recogió a mediados del siglo XVIII el cardenal Prospero Lambertini, que más tarde sería el papa Benedicto XIV– requiere cumplir tres condiciones: ‘eminens doctrina’, que con sus enseñanzas haya ejercido una importante influencia en el pueblo cristiano; ‘insignis vitae sanctitas’, un elevado grado de santidad, es decir, que haya tenido una vida cristiana ejemplar; y ‘Ecclesiae declaratio’, proclamación formal por la Iglesia, sea por un papa o por un concilio ecuménico, aunque esta última potestad no ha sido nunca ejercida.
Y dos de esos treinta y siete, por si no lo sabes, reposan en tierras leonesas: san Isidoro, en la capital, y san Lorenzo de Brindis, en Villafranca del Bierzo. Este último, canonizado por León XIII en 1881 y cuya memoria se conmemora el 21 de julio, fue incorporado a la nómina por san Juan XXIII el 19 de marzo de 1959 –el próximo martes se cumplirán 65 años– y es conocido como ‘Doctor Apostolicus’.
Nacido en 1559 en la hoy localidad italiana –entonces Reino de Nápoles, bajo soberanía hispánica– de Brindis, fue un capuchino –ministro general de la orden entre 1602 y 1605– que destacó como predicador y recorrió buena parte de Europa defendiendo la fe, especialmente frente al protestantismo y ante la amenaza de la expansión turca.
En 1619 acudió al encuentro del rey Felipe III, que se encontraba en Lisboa, para quejarse de los abusos del virrey de Nápoles; y allí cayó gravemente enfermo y falleció. El marqués de Villafranca, Pedro de Toledo –que formaba parte del séquito del monarca y tenía gran amistad con el capuchino– mandó trasladar su cuerpo para ser enterrado en el monasterio de la Anunciada de la localidad berciana –cuya fundación había impulsado él mismo años antes–, en donde se encuentra y es venerado su cuerpo desde entonces.