La vida es un tango. Tan pronto te estás tomando una cerveza en uno de esos lugares que llaman terrazas de verano, como a los treinta minutos te ves morir, con un dolor insoportable en el costado izquierdo y parte del abdomen, que anuncia un cólico nefrítico. O algo más grave. Vaya usted saber. Total, que te recogen las asistencias, como a los toreros heridos en el ruedo, y te llevan al hospital. Y te ingresan por urgencias. Comienza la verbena. Los médicos son los músicos; tú, la partitura. Y deben de leerla rapidito y bien para saber cómo ha sido la ‘cornada’ y a que órganos ha podido afectar.
Todo va como un reloj. El desarrollo de los protocolos se cumple a rajatabla y antes de que se escuche la campana de en punto, te llevan por pasillos, largos como lomos de buey viejo, y acicalados con la maestría de la asepsia hospitalaria que tantas vidas haya salvado en la historia clínica. Y sin apenas darte cuenta, te pasan de una camilla a otra. Parece una maniobra mágica. Y una voz, que sientes a tu espalda pero te mira a los ojos, te dice: «soy su anestesista; estese tranquilo y piense en algo bonito». Y piensas… ¿En qué?, ¿en quién? Pues eso, en algo bonito. Y, sin sentirte en ti, entras en trance. ¿En un paraíso?, nunca lo sabrás. Aunque también es posible.
Y despiertas. La sala es nueva. Te miras los brazos y tienes eso que llaman goteros y los más profesionales denominan vías. Te ves hecho un calamar. Y no de potera, precisamente. Sigues ahí. En el mundo de los vivos. Un poco mermado (o un mucho), pero respiras. Se acercan enfermeras y te regalan sonrisas. Y te acarician la frente. «Ya pasó todo». O eso dicen. La verdad es que te sientes reconfortado, aliviado.
Como un pequeño principito sentado en un trono de esperanza. «Procura descansar», te indican. Y respiras hondo. Todo lo hondo que puedes. Hasta pretender –cosa baladí– que revienten los pulmones. Tomas aire y aprietas los puños. Si no te rodearan esos rostros amables, esas palabras cargadas de dulzor, esa cercanía para contigo, qué sería de uno.
Luego, según pasan las horas, el cuerpo adquiere una sintonía renovada. Te han vuelto a trasladar a otra planta y el escenario es parecido y sin embargo distinto. Ahora, incluso, te riñen –benditas reprimendas– porque desobedeces (un poco). «No te muevas tanto». «Como no te estés quieto los sueros no pasarán…». Y te paralizas. Qué remedio. Y sigues pensando lo mismo de un rato atrás. Y sin musitar palabra alguna, das las gracias, muestras tu gratitud con las pupilas… Y te emocionas. Es la sanidad pública; es el Hospital de León y ese ejército de personas que lo componen y te ayudan a salir del atolladero. A vivir un poco más. Sin esas batas blancas, esas manos hondas y esa cercanía, la vida sería…pues eso, un tango.