Ya recupera estos días la ciudad su latido pausado, al dictado del retorno a los hábitos cotidianos, tras el receso veraniego. Poco a poco, van desperezándose las calles, se izan temprano las persianas de las ventanas en los pisos del bloque de enfrente, y las carreteras aburridas vuelven a poblarse de vehículos frenéticos cargados de niños y adultos que inician el retorno a colegios, hospitales, organismos donde se gestiona la vida de los ciudadanos.
La trapa del bar del barrio vuelve a anunciar la tapa de la mañana, y al lado de los semáforos, la hilera habitual espera con distinto grado de paciencia, el cambio cromático que permita pasar de acera para encaminarse al lugar elegido u obligado.
Siguen las obras interminables del parque del barrio que decían se abriría pronto, y aquella calle pareja a la vía por donde el tren ya no pasa desde hace muchos años, recuerda el olvido de algunos pese a las promesas. Pero los habitantes del lugar dormido siguen confiando, porque la esperanza es terca como el carácter de los cazurros que la custodia.
Y la ciudad se despereza y reclama su dosis de vida, porque a tanto corazón de hormigón y asfalto no le queda otra que impulsar la vida que sustenta. La ciudad, civitas, que los romanos usaban para definir a los privilegiados habitantes que transitaban con derechos y obligaciones por aquellas calzadas que ellos mismo inventaron. Los ciudadanos libres que podían pasearse sin mácula, ostentando el privilegio de la ciudadanía con pedigrí.
Pero en la ciudad no todos los ciudadanos parecen iguales, algunos van caminando cabizbajos, en dirección contraria, dando bandazos, otros parecen pisar de modo trémulo el suelo mientras entonan acentos diversos envueltos en tonos distintos, y parecen moverse de otro modo, como si aquella tierra fuera distinta a la que antaño pisaron. Otros solo salen a horas oscuras, distintas a los del resto de los transeúntes, como queriendo singularizarse por vergüenza o acaso porque gustan de la clandestinidad.
Cada paso distinto del otro, cada biografía ajena a la de la persona que la antecede o la precede y que, en palabras de Italo Calvino, en «las ciudades invisibles», «al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, buscan otras miradas, no se detienen».
Prefieren seguir dejándose acunar por el rumor de los pasos, la trepidante vida que no cesa.
Retorna el ritmo, en septiembre, para la ciudad que vuelve a despertar.