«Aunque tú no los veas, ellos te están viendo». La tengo grabada como consuelo a lo que captan mis ojos. Un trampantojo mental. La nada, el silencio y la quietud ya han invadido absolutamente todo en uno de esos tantos lugares a unos minutos de León. En septiembre ya se olía este sentimiento, pero ahora es el frío el que empieza a hacer acto de presencia. El ambiente y la climatología se van acompasando hasta su plenitud en los últimos meses del año. La soledad se siente internamente al recorrer las calles. Cuando el sol sale lo que ilumina son persianas cerradas. Y las pocas que están abiertas no muestran ningún signo, aunque quiera asumir que alguien me vigila de camino a los contenedores. Se ha vaciado y las voces de personas son excepcionales. Los que nos quedamos, nos saludamos, y tras una breve conversación, cada uno vuelve a su madriguera.
Me acordé de Paul Giamatti haciendo de tuerto. Qué intérprete, qué sutileza, de esos que sobresalen en las películas pequeñas, las más reales de la actualidad. ‘The Holdovers’, que tiene como traducción original, los restos. En español para hacerla más agradable le pusieron ‘Los que se quedan’. Tres personas que en las vacaciones de navidad se ven obligados a quedarse en el campus; un profesor, una cocinera y un alumno. Tres personas extremadamente dispares que por diferentes circunstancias se ven abandonados mientras los demás regresan a sus casas. Durante el curso ese espacio se llena voces, gritos, actividad y juventud, ahora hay nieve, frio y soledad. Entre todo ello unas personas intentando hacerse compañía aunque en un principio no encajen.
No se confundan, los que nos quedamos no somos unos abandonados, unos desechos, o por el estilo. Personas, la mayoría de avanzada edad, que por distintos motivos destinaron su vida aquí. Algunos permanecemos indefinidamente tras el rutinario verano, otros tienen su hogar, su casa y su vida. Pero en estas semanas es cuando se percibe el impactante contraste. Estaba todo lleno, la actividad desbordaba, fiestas de pueblo, personas por doquier, los chavales se divertían por las calles y por la ventana iba pasando gente con asiduidad. Hoy por hoy, lo único que he visto son las Marisa, Concha y Vicenta de siempre, abrigadas y cogidas del brazo. Y por supuesto, con poco de lo que parlotear, ya no hay tanto contenido; tal vez un acopio de lo sucedido en estos meses, imagino.
No puedo evitar la melancolía al observar aquellos lugares donde no hace tanto estábamos disfrutando. Se me queda la mirada embobada imaginándonos dos meses atrás y pensando en todas aquellas cosas que solíamos hacer. Esa piscina ahora desierta, en la que pasábamos tardes enteras. Esa desolada pista de pádel en la que no había horas libres. Esas plazas desamparadas donde se celebraban aquellas inigualables fiestas. Este lugar donde no había horas en el día para hacer planes, ahora reposa con tristeza esperando a que todos vuelvan. Las sonrisas han sido sustituidas por el silencio. Estos ancianos lares se quedan como unos abuelos tras la visita familiar del domingo; un suspiro y a convivir de nuevo con la inevitable soledad.
La España vacía regresa a su estado natural hasta que el calor vuelva. Y las personas. Lo que fue todo para nosotros en la temporada estival, ahora se queda mudo y con latidos endebles. En reposo con aquellos pocos que se quedan, y sus animales. De enanos soñábamos con quedarnos aquí todo el año. Ahora, conscientes de la atronadora realidad de los pueblos, nuestro sueño es más una ciencia ficción, como si de un metraje de Christopher Nolan se tratara; un bucle temporal que nos atrape eternamente en el verano de aquí. A veces me pregunto qué pasaría si todos los que lo llenamos ese mes, estuviéramos todo el año. ¿Seríamos más felices? No lo sé, y tal vez nunca lo sabremos.
A mí me contaron que hace unas décadas esto era diferente, que durante todo el año había vitalidad, que se podía tener una infancia en sociedad. Por desgracia, esa posibilidad ya feneció, dejamos a los pueblos sin capacidad en un mundo globalizado encaminado a las ciudades. Hasta las capitales de provincia están sufriendo esta tendencia. Los que tenemos pueblo nos preguntamos qué hacen los que no lo tienen, cómo pueden vivir sin ello. Me pregunto qué sería de mí sin esto, cuantos imprescindibles me faltarían, cuanta felicidad me hubiera perdido. Por mucho que duela asumirlo, al menos en verano resurge como el ave fénix, con elegancia, belleza y magia. Al menos en esos meses su corazón late con un vigor inigualable. Pero mientras tanto, los que se quedan cada vez son menos.