Marear la perdiz ha sido siempre un deporte nacional. Y ahora, mucho más. Y ya no se sabe si es un virus, algo muy de moda últimamente, o es una auténtica competición, sin reglas de juego, eso sí, pero como tal, muy extendida.
Se da mucho en el trato administrativo; quién no ha pasado por ventanillas y ventanillas a la búsqueda y captura de un documento, y, ahora, casi peor, pantalla tras pantalla de ordenador, dudando si has pulsado la letra adecuada o, simplemente, que no hay manera de llegar al sitio deseado para obtener la cosa buscada.
Pero, sobre todo, lo es entre nuestra clase política, que, a lo que parece, se dedica a ello con una contumacia lindante con la fruición.
El 7 de abril del 2023 publicaba, en esta misma página, las idas, venidas y promesas de unos proyectos locales: la estación de Matallana o de nunca acabar, el teatro Emperador de glorioso nombre y nula realidad, la segunda fase del Parador de San Marcos de etérea redacción, por ejemplo. Dos años, y la vida sigue igual, como bien dice la canción de Julio Iglesias. Y lo que te rondaré, morena.
Se titulaba ‘Marear la perdiz’, y así era. Y es.
Hoy no se trata de aquello, que sigue su camino infinito al que no se encuentra final: se trata de la vivienda.
Sí, el pan nuestro de cada día en manifestaciones públicas y personales, en todos los días y en todas las hora, y donde, como ya se supone el lector, se sigue… mareando la perdiz.
De la vivienda nueva ya expresé mi opinión hace unas semanas, así que, solamente un recordatorio. Hace muchos años, en las épocas innombrables, hubo un plan de vivienda, que con ayudas y protecciones, construyó millones de ellas, públicas y privadas, cuando el país era muchísimo más pobre. El sistema está inventado, aunque hay que actualizarlo, sobre todo en simplificación regulatoria (la palabra más querida hoy, porque aquí, como algo no se regule o intervenga, no es posible), y poner suelo a disposición, del que en ‘bruto’ hay montón, eliminando trabas y, como no, regulaciones y exigencias, porque hacerlo hoy, es largo larguísimo, y caro carísimo.
Y el alquiler. Todo un espectáculo. Estamos asistiendo a la representación política de los tirios y los troyanos (pónganse las siglas que se quiera, que hay para todos), presentando todo tipo de soluciones imaginativas, dando vueltas alrededor del problema sin querer hacer la única solución rápida y segura.
Estamos en una economía de mercado, esa que existe desde mucho antes de la transición y que, aunque parezca mentira, la facilitó muchísimo, porque sí, la estructura política cambió radicalmente, pero solamente ella (y ya es mucho), porque la economía seguía su marcha, por debajo, igual, haciendo más fácil esa exitosa operación política que asombró al mundo libre y envidió al otro.
Mucho peor lo pasaron los países del este, que tuvieron que cambiarlo todo, economía incluida.
En esa economía de mercado, la ley de la oferta y la demanda es básica, precisamente, para la regulación de precios. Hay poca oferta y mucha demanda, los precios suben. Tan sencillo.
Y así estamos, con un estado que se empeña en ‘domar’ este principio con acciones variopintas, a veces delirantes, como la última de comprar un edificio entero en el centro de Barcelona para evitar el lanzamiento de un inquilino, dando vueltas con nuevas regulaciones, dícese que para proteger al maltratado inquilino, consiguiendo, permanentemente, que disminuya la oferta, y, en consecuencia, suban los precios: a nueva medida ‘protectora’, nueva disminución de oferta.
Todo ello por ideología, pero también por tapar las propias vergüenzas de la inoperancia endémica del sistema (pues esto viene de muy lejos), abandonando la edificación pública (o privada en colaboración), de vivienda accesible para los que, de verdad, la necesitan y no pueden.
Y como yo no lo resuelvo, que lo haga ese propietario que ha ahorrado y trabajado para tener una hucha de futuro (el 80 % de las viviendas para posible alquiler son de propietarios que tienen solamente una), propietario que, para más inri, religiosamente han pagado sus impuestos precisamente, para que ese estado recaudador se ocupe de resolver el problema. Vergüenza tenía que darle. Al Estado, claro.
Y como es éste tradicionalmente un país de pícaros (ya desde la Edad de Oro, aquella de Rinconete y Cortadillo), de pronto, y siguiendo la costumbre, los necesitados se multiplican exponencialmente y, a río revuelto, ganancia de pescadores.
Y aquí seguimos, pertinaces en el error, mareando la perdiz, dando vueltas mirando al techo, cada vez peor, con consecuencias tan surrealistas como que si tienes niños pequeños, o no los tienes pero los puedes tener, o un familiar impedido (o sea, precisamente los que de verdad más lo necesitan), se quedan sin opciones porque, claro, son los de más alto riesgo de vulnerabilidad y por tanto los de más ‘peligro’ para el propietario de a pie.
¿Queremos que bajen los alquileres?, la receta es sencilla, protejan de verdad la propiedad privada, que lo dice la Constitución, cojan el toro por los cuernos, investiguen, también de verdad, la vulnerabilidad, resuelvan la ayuda a aquellos que realmente lo necesitan (y merecen), y los pícaros… a la calle.
Pero supongo que no, que, por aquello de «sostenella y no enmendalla», se seguirán tomando medidas cada vez más radicales, que se me ocurren pero no quiero enumerar, porque, como en la guerra, no se pueden dar pistas al enemigo.
Y seguiremos mareando la perdiz.
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