El periodista solo debería ser activista de la verdad, o siendo más preciso, de la veracidad informativa como definición práctica de verdad periodística. Ese activismo, entregado únicamente al servicio a la sociedad y a su función en el sistema democrático, agoniza. La crisis de independencia es la segunda gran crisis que afronta el periodismo este convulso siglo XXI. No hace mucho esta profesión y sus empresas resultaron revolcadas por el derrumbe del modelo de negocio del viejo periodismo (publicidad más ventas) y el tsunami disruptivo de Internet y las redes sociales. De hecho todavía andamos intentando levantarnos de aquello para convencer a la sociedad que el modelo Netflix también es imprescindible para sostener unos medios de comunicación rentables con capacidad para ofrecer información de calidad.
Pero el periodismo es muy dado a amontonar crisis. Y con la anterior aun por resolver se ha sumido en otra de igual gravedad. Aquella fue de solvencia y en esta de credibilidad coincide con la política. Mal punto de partida es que periodismo y política compartan destino. Es la crisis del activismo sectario, beligerante, fanático y excluyente. Un activismo contra natura que antepone el bando a los hechos y la trinchera a los argumentos. Que, igual que los partidos políticos, ha perdido la referencia del interés general para servir exclusivamente, y sin piedad, a su organización y a su nicho ideológico. Siempre hubo camisetas y tendencias políticas pero nunca antes una lucha tan encarnizada por señalar, desprestigiar y demonizar a compañeros que opinan diferente. Manifiestos incluidos. La dolencia es seria porque ha contaminado todas las estructuras, del directivo al becario, poniendo en riesgo los derechos constitucionales que debe garantizar el periodismo. «Una prensa cínica, mercenaria y demagógica producirá un pueblo cínico, mercenario y demagógico», escribió Joseph Pulitzer. Por eso cada vez resulta más difícil alejarse del fango.