«Haz sonar las campanas que aún puedan sonar, y olvida tu ofrenda perfecta; hay una grieta –una grieta en todas las cosas. Así es como entra la luz». Cada vez que oigo esta canción de Leonard Cohen recuerdo su discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias. No tenía prisa al hablar y parecía no contar gran cosa hasta el final de la historia. Habló de su hija llamada Lorca, por su admiración hacia el poeta español del que bebió versos, y de su guitarra española con olor a cedro, que la noche anterior tocó y olió para calmar sus nervios, mientras preparaba el discurso.
Hoy se necesita el material más ligero del costurero para templar el texto, a falta de guitarra con olor a cedro. Sacar la pieza de satén, hilos de seda y aguja tan fina que atraviese el tejido sin dañar ni hacer agujero. Hoy se necesita la tinta más cielo, las palabras más cortas y la pluma de punta más fina, para que escriba las cosas lo más sutilmente posible e hilvane palabras blancas, que no hieran, ni pesen. Solo que vayan cayendo, como al vuelo.
La semana nació rota en León. Amaneció el lunes con tres grietas enormes por las que no entró la luz de la canción del Maestro. En su lugar, entró la oscuridad que tiñó las mentes de Carlos y Mari, impidiéndoles volver a ser aurora. Por las fisuras de la mañana rota, se filtraron dos girones de noche, cayendo al vacío desde la sexta planta de un hotel, con norte y sur girando en vuelo eterno, hasta convertirse en silencio para siempre. Más allá, tras los montes, solo el agua del Bárcena, los pinos y los pájaros bercianos fueron testigos de cómo un paraíso natural se convertía en descanso para Alejandro, mientras las velas de una tarta se consumían. Y con todos ellos, el silencio. Faltó Leonard pidiendo que suenen las campanas que aún puedan sonar, mientras ocurría lo contrario. Serán silenciados bajo la sospecha de suicidio. Y confirmado el caso, más silenciados todavía. Tanto como los doce casos que hay en España a diario. Doce personas a las que la vida les vence y sufren el doble castigo de ser estigmatizadas por ello. Después de años y años con el método del eterno tabú, ya debería admitirse que esconder el problema, no lo soluciona. O quizá sea que admitirlo supondría poner medios para atender la salud mental de las personas. Lo dice hasta Francisco Rodríguez, jefe del servicio de psiquiatría del Caule «nos exigen ser felices… es una exigencia autoimpuesta». Y hay que cumplirlo. No importa la precariedad ovillada en las aceras, tapándose la cara como pueden, con un cartón hablando de pobreza. O el miedo del que aún está de pie, a no llegar a fin de mes o no poder pagar la hipoteca o la renta, esa cosa que han convertido en imposible, pretendiendo que se sobreviva con sueldos de obrero y precios de turista.
Cuál de los doce diarios será la soledad del abuelo, la que duele más que la cadera. Cual será la falta de comunicación entre jóvenes, la ansiedad del parado, el dolor del enfermo y, sobre todo, la deshumanización general, porque nos da pereza la gente triste y juzgamos si el otro lleva la sonrisa medio quitada o medio puesta. Todo eso se llama salud mental, esa que no hay forma de que se tomen en serio los gobiernos, sin importarles que, al hacer recuento diario, nos faltan una docena que, con tanta fatiga emocional, decidieron ir hacia la noche muy temprano, sin fuerza ni ganas para llenarse la boca de risas, simular ser feliz por decreto y agradar al prójimo. Cómo de inmunes nos hemos hecho al dolor ajeno, capaces de silenciar la muerte o simular no ver en los ojos del vecino la batalla que libra en solitario. Después nos preguntamos cuánto llevarían en el rincón del miedo y con la vida apretujada, antes de decidir que les naciera una muerte entre las manos, como única salida. Así será mientras se considere atención a la salud mental, que un psicólogo vea al paciente cuarenta minutos cada cuatro meses.
Solo alguien tan grande como Leonard Cohen, cuando tiene palabra y púlpito para hablar, además de citar el nombre de su hija Lorca, en honor a nuestro poeta, y de sus guitarras españolas con olor a cedro, contó la historia de un joven español al que conoció en un parque de Montreal tocando una guitarra flamenca, rodeado de jóvenes escuchándolo. Leonard Cohen le contrató para que le enseñase a tocar de aquella manera. Se vieron dos días en los que el joven español le enseñó seis acordes, a pesar de la torpeza del viejo cantor. Al tercer día, el joven maestro no acudió a la cita. Cuando Leonard se interesó por él, llamando a su pensión, supo que se había quitado la vida. Cada vez que se hable de suicidio viene Leonard Cohen con sus campanas, luces y grietas.
Mientras el mundo silencia y castiga el suicidio, el gran Maestro nos cuenta que aquellos seis acordes que aprendió, fueron la base de toda su música, desde entonces. En vez de ser silenciado, el joven suicida vive en la música de Leonard y duerme en el fondo de sus canciones. Hay una grieta en todas las cosas, por la que entra la luz…