En la Autovía del Noroeste, sobre el Manzanal, a la altura del desvío hacia Torre del Bierzo y Brañuelas, han instalado hace poco tiempo un cartel que, según uno u otro sentido, advierte de la separación entre las demarcaciones Duero de un lado y Miño-Sil de otro. Hace también escasas fechas descubrí otro letrero similar en la Autovía de Navarra, junto a Medinaceli, que sentencia la separación entre las cuencas Ebro y Duero. A diferencia de otra cartelería abundante en nuestras carreteras para informar sobre cualquier nimiedad, el motivo de estos anuncios no me parece un asunto menor; incluso apunta posibilidades.
Si el río, lo diga o no la literatura, que sí lo dice, es la vida, por qué no superar las delimitaciones administrativas artificiales y optar, en cambio, por estas otras divisiones hidrológicas naturales. No sólo se recuperaría así el sentido emblemático de los ríos como ejes del territorio, sino que, además, concederíamos entidad a verdaderos ecosistemas existenciales. Personalmente, yo no siento de forma distinta cuando me detengo ante el Duero en los Arribes zamoranos o salmantinos, sobre el puente medieval de Tordesillas, junto a los arcos de San Juan en Soria ni paseando a orillas de cualquiera de sus numerosos afluentes. No siento distinto ni siquiera en el curso portugués de ese río. Podría decir, si alguien me preguntara por mi origen, que soy del Duero. Del mismo modo que otros podrían responder que son del Guadalquivir o del Tajo. De hecho, cuando pensamos los grandes ríos, lo hacemos como una unidad con independencia de las fronteras que superan: el Danubio, el Amazonas, el Ganges, el Nilo. ¿Por qué no pensar y sentir así con nuestros ríos más modestos?
De acuerdo, ya sé que habría enseguida afluentes rebeldes que reclamarían una identidad propia dentro de un territorio tan vasto. Pero ése no es un tema fluvial sino de otro negociado bien distinto. Sólo se necesitaría una confederación justa, equitativa, democrática y participativa. Es tan difícil.