Admitido desde mi laica mirada y mi experiencia, digamos, contemplativa que «hay en la Semana Santa (actual) una experiencia ética y estética que está abierta a todos, que la convierte en patrimonio de la Humanidad, en una experiencia felicitaria, emocionante, de esas que esponjan el corazón» como dijo el abogado y escritor Javier Otaola Bajeneta, Gran Maestro de la Gran Logia Simbólica Española (GOEU), entre 1997 y 2000, y Presidente de la Internacional Masónica (CLIPSAS), entre 1997 y 1999, que fue, hemos de tener presente los muchos cambios habidos desde aquella Pascua Semanal de los dos primeros siglos del cristianismo, celebrada cada domingo, hasta ésta denominada Semana Santa, núcleo vital y centro del año litúrgico cristiano, católico. Pues, desde los primeros testimonios dejados hacia el siglo IV de la Era Común, por Egeria –peregrina que viajó a las tierras donde se desarrollan escenas bíblicas tanto en el Antiguo (Tanaj) como en el Nuevo Testamento (la conocida por el cristianismo como Tierra Santa) en los que por escrito refleja los actos de culto que los cristianos de Jerusalén realizaban esos días–, hasta llegar a la de hoy en día, proveniente de la restauración litúrgica que el Papa Pío XII hizo en la Iglesia latina con el ‘Decreto Maxima Redemptionis nostrae mysteria’ y cómo, en el presente, se ha llegado a convertir cosa tan profunda y seria para un creyente como puede ser su recreación y representación pública y penitencial en algo también, en mi opinión, banal como un espectáculo por más que «de interés turístico» de varia índole se haya calificado y, nada digamos ya, de la privatización del espacio público y su mercantilización para la contemplación de alguna procesión.
Mas, al margen de esta mercaderil desviación económica o economicista, y siendo verdad que su contenido religioso sólo se puede entender con fe cristiana y/o católica, también es cierto que para quienes no profesamos fe alguna, esta semana puede ser adecuada para reflexionar sobre la humana vida, por mero acto de voluntad, bajo nuestra propia espiritualidad. No otra cosa son estas diarias miradas laicas.
Y es aquí dónde, aun a fuer de parecer inoportuno o molesto, es preciso decir, escribir que, más que de «libertad religiosa» debería hablarse de «libertad espiritual», ya que, mientras que aquélla se refiere a la de las muchas religiones, ésta acoge incluso a la de los que, no profesando ninguna, no por ello estamos privados de espiritualidad. Es decir, que mientras que la ‘libertad religiosa’ sí lo hace, la ‘libertad espiritual’, respetando la opción privada de cada cual, no estigmatiza a nadie, toda vez que el no ser religioso no significa ser antirreligioso. Puede parecer una simple cuestión de terminología, un lío de palabras, pero es que las palabras no son inocentes. Y por ello coincido en el concepto de espíritu y espiritualidad con la ciencia médica y el filósofo francés Comte-Sponville en que: «el espíritu no es una substancia sino más bien una función, una capacidad, un acto –la capacidad y el acto de pensar, desear, imaginar, de hacer cosas inteligentes–. Esta capacidad y este acto –este espíritu– son irrefutables porque para refutarlos se necesita utilizarlos». Quede claro, por tanto, que, como bien expone Henri Peña Luis: «La laicidad no es la hostilidad a la religión como opción espiritual particular», sino que «es incompatible con todo privilegio temporal o espiritual dado a una opción espiritual particular, sea religiosa o atea».
Así, la laicidad, desde la que escribo, implica el respeto más profundo a toda manifestación religiosa del hombre. La laicidad no anula la religión del laico (del que –según fija el Diccionario de la RAE– no tiene órdenes clericales), sustituyéndola por la religión o filosofía del pensamiento único, y por ello alienante, del poder de turno. La laicidad no conoce credo, pero respeta todos los credos. Respeto éste que, por cierto, no siempre percibimos ni recibimos de algunos que afirman creer y seguir las enseñanzas de un Dios que, dicen, es Amor, con mayúscula, pues no es sólo ‘philia’ (amor de amistad), ni sólo ‘eros’, amor ascendente, vehemente y posesivo, sino también ‘agapé’: «No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es Amor que perdona», tal que dijo Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus Caritas Est.
Hecha esta aclaración de mi personal posición al respecto, cómo no retomar lo dicho anteriormente: que la rememoración y representación de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, incluso su resurrección, si se quiere en un sentido metafórico, me puede servir para reflexionar sobre esos seres humanos que entregan su vida, tantas veces de forma anónima e incluso nada heroica, por lo que aman y creen; sobre aquellos seres humanos que cada día buscan un continuo mejoramiento como tales, para sí y para los demás, a través de sus pensamientos, palabras, obras y omisiones; o, en aquéllos otros, víctimas de la injusticia, de la difamación, de la traición…
Sírvanos, pues, esta semana o lo que de ella resta, para, cada uno desde su propia espiritualidad, reflexionar sobre cómo desempeñar mejor nuestro propio, personal e intransferible papel, responsabilidad, en la mejora y cuidado del bien común, o sea, lo que a todos nos une y no solo a algunos. Hagamos de esta semana, que semana de espiritualidad es, semana de espiritualidades que a nadie rechace y a todos, en libertad, acoja y mejore.
¡Salud!, y buen día hagamos, buen día tengamos.