22/02/2025
 Actualizado a 22/02/2025
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Aquellos que fuimos o, mejor dicho, que somos de la banda titular de cornetas y tambores de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno, siempre fuimos reacios a abrirnos a otros pasos, espero que ustedes me entiendan, pero ir detrás del Nazareno e intentar ayudarle a caminar quizá sea la experiencia más maravillosa que se le puede presentar a uno.

Pero los que fuimos y somos del Nazareno y nada más, siempre tuvimos en parte nuestro corazón dividido con otro grandísimo Paso que hoy celebrará por todo lo alto, por las calles del viejo León y como se merece, su ochenta cumpleaños.

Y digo eso del corazón dividido porque junto con los titanes que iban debajo del Paso, y sin ser muy conscientes de ello, se gestó una de las leyendas más importantes de nuestra Semana Santa.

Tradicionalmente el Descendimiento desfilaba ‘a ruedas’, hasta que a finales de los años ochenta, la Cofradía de La Minerva como cariñosamente bien dice mi querido Suárez Corrons, para quien hoy seguro será un día especial pues estará de doble celebración, decidió contra viento y marea sacar el paso a hombros. Algo impensable hasta ese momento por la idiosincrasia y composición del mismo.

Hace unos meses, el crítico Cofrade Xuasús González, quien dirige magníficamente bien los especiales de este periódico, me preguntó en una entrevista por un momento que yo destacaría en la Semana Santa.

Sin dudarlo mi mente me llevó a las hazañas del Descendimiento y en especial al 1989, el primer año en el que salió a hombros aquel impresionante e inacabable Paso.

A priori aquel Viernes Santo se presentaba como otro más. La procesión de los Pasos se retrasó, como siempre, y reventados tras una noche de transistores y una mañana llena de emociones, nos dijeron que iríamos detrás del Descendimiento, que saldría a hombros por primera vez y que llevaría más de ciento quince braceros, algo nunca visto, hasta el momento.

El Paso era tan largo que nos pidieron que nos pegáramos todo lo posible a la trasera, de manera que la primera fila de la banda podía tocar con las cornetas la punta de la vara.

A medida que los minutos iban cayendo, aquello se iba complicando y el paso empezaba a sufrir cada vez más. Los tentemozos que sujetaban el paso no aguantaron y se estropearon, las horquetas se partían y se astillaban a pares como si fueran palillos. Aquellos braceros bajaban el paso a tierra y lo subían al hombro una y otra vez como nunca se había visto en ningún desfile procesional en León, y cuando escuchaban aquellas cornetas que en ese momento sonaban más con el corazón que con la partitura, parecía que revivían.

Llegaban braceros de otros pasos, se cambiaban las varas enteras de hombro y muchos eran los curiosos que allí se presentaron porque no querían dejar pasar una vivencia tan apasionante, y porque sabían que estaban siendo protagonistas de uno de los episodios más épicos de nuestra Pasión.

Su Seise Manuel López Bécker, permitió a aquellos colosos quitarse el capillo, seguramente para sentir más de cerca el aliento del público que entregado ante tal hazaña les ayudó para que llegaran en volandas. 

Estoy convencido que muchos de aquellos espectadores acabaron apuntándose al Paso como suplentes. 

El Paso se recogió entre aplausos y lloros y si no me equivoco fue la primera vez que un Paso entregó las flores a una banda de cornetas y tambores de otra Cofradía. 

Aquella noche hubo ilusión, compromiso y lealtad. Aquella noche estaba impregnada de Pasión, de Sentimiento y de Hermandad. Y aquello provocó tal hermanamiento, que en Santa Nonia los braceros del Descendimiento a los pies del Nazareno impusieron un corbatín en el Guion de la Cofradía, algo nunca vivido hasta entonces y años después nos concedieron el privilegio de ser sus hermanos de honor.

Hoy, parte de nuestra historia sale a la calle para celebrar los ochenta años de un imponente y majestuoso Paso, que llegó a León en tren, que nos conquistó y nos ganó para siempre, que nos enseñó los auténticos valores y la verdad de la Pasión.

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