Ha pasado media hora y el tren sigue bufando sin moverse de la estación; los pasajeros sentaditos, cuchicheando. Todo hace sospechar: las luces interiores se apagan de cuando en cuando, el motor intenta arrancar sin éxito y el revisor recorre el pasillo de lado a lado con cara de circunstancias hablando por el móvil o simulando que lo hace para no atender los requerimientos que le acechan. La pasajera que tengo al lado comenta: «esto huele mal; otra de Renfe». Nuestros temores se confirman: un señor contrito sale de la sala del conductor (ocupamos el vagón de cabeza) y anuncia sumarísimo la avería: que subamos de nuevo a la estación y allí «nos dirán algo». Desbarajuste de maletas, zarandeo de abrigos, un bebé que llora, un perro que ladra, un señor que blasfema, unas chicas que ríen nerviosas.
Chamartín está en obras y apenas hay sitio para nosotros porque el tren iba repleto. Nos estabulan en la zona restringida tras el control de equipajes, donde no se puede comprar nada para comer, sentarse o siquiera orinar. En el panel de anuncios, que miramos fijamente con ansia, como si hacerlo provocase el milagro, a nuestro tren acompaña un mensaje: «oportunamente se anunciará». La oportunidad es ya, pero no. Al mismo tiempo, muchos recibimos un correo electrónico de Renfe que leemos con ansiedad: informa -ahora- de que nuestro tren está averiado. Miramos al cielo y, de nuevo, al panel.
Algunos charlamos con paisanos conocidos sobre las opciones: asaltar un tren, esa ilusión. De repente, la megafonía cita el nuestro y entre la confusión creemos entender que los de Valladolid tienen la posibilidad de tomar uno que va a Burgos. Pucelanos, gruñe uno; hombre, ese por León no pasa, tercia otro; si pasara no nos dejarían, sentencia el agraviado. La mayoría del pasaje no ha podido oír bien el mensaje y, por si acaso, acude a ese andén, formando una aglomeración mayor. Al cabo, entre la multitud una persona con chaleco amarillo aclara a voz en cuello que solo los que van a Valladolid tienen esa posibilidad. Lo grita a todo lo que da porque en la estación hay mucho bullicio. Mañana estará afónico. El panel ni se inmuta, el correo electrónico tampoco. El desencanto cunde entre una mitad de los viajeros.
Seguimos esperando en pie, velando el altar de letras luminosas. Ya son casi dos horas. Por fin se oyen voces de nuevo: tenemos otro tren. Nueva avalancha, empujones y dudas en voz alta. El hombre del chaleco amarillo grita de nuevo, su voz es menos limpia, sus cuerdas vocales se tensionan, la ronquera lo acecha. Pero ya nadie mira el panel, solo a él creemos, él sabe qué será de nosotros, nos ofrece esperanza, es nuestro líder. Nada nos ha de faltar.
Al día siguiente se inaugura la línea de alta velocidad entre León y Asturias, que ha costado cuatro mil millones de euros y hace una hora más corto el viaje. La red de alta velocidad española es la segunda más extensa del mundo.