El pasado fin de semana una de las noticias destacadas ha sido el transcurso de la operación retorno, millones de personas regresando a sus domicilios habituales tras haber disfrutado de sus vacaciones, con más de 4,5 millones de desplazamientos por carreteras, autovías y autopistas.
Toca volver a la rutina, a la realidad, para quien ha tenido la suerte de poder tomarse unos días de descanso y con ellos una buena bocanada de oxígeno. Se va a necesitar esa batería bien cargada.
Los pocos afortunados que desempeñan un trabajo de su agrado, de los que llenan y dan satisfacciones más allá del sueldo y los días libres, retoman sus ocupaciones con agrado y continúan siendo felices.
Para el resto el regreso significa adentrarse de nuevo en la aridez del desierto después de haber reposado en un oasis paradisíaco. En cuestión de semanas el síndrome del trabajador quemado, burnout, cierra su paréntesis y continúa deteriorando la salud mental de cada vez más personas.
Otros que vuelven son los estudiantes a las aulas. Aunque, en general, los que se ven más afectados son los profesores al enfrentar un reto que se complica cada curso. Y los padres, ante el disparatado aumento del coste de la llamada vuelta al cole. Sin contar el estrés añadido que supone encajar sus horarios con los de las múltiples tareas de sus hijos, juegos malabares de lo más complejos. Y si no, siempre quedan los abuelos.
Es un hecho que, por razones económicas o de falta de tiempo debida a un sinfín de obligaciones y diversas circunstancias, la llegada de septiembre supone para la mayoría la vuelta a una no vida.
Cuando se habla de depresión postvacacional me surge una duda. ¿Existiría tal concepto si el funcionamiento de la sociedad fuese diferente, si concediese tiempo para vivir a diario y no solo en vacaciones?
Es irrefutable el descontento generalizado de la gente, algo falla en el sistema. Quizás la solución está en un cambio radical, otra cosa es que interese que podamos respirar y pensar.