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Septiembre: la realidad era esto

04/09/2023
 Actualizado a 04/09/2023
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Aterrizar en septiembre no es cosa fácil. Desde agosto, se veía una empalizada, un portón gigantesco. Un lugar poco acogedor, pero necesario. Porque hay que volver a casa. Los días de agosto y su arena de oro fueron también de onerosa sequía. Pero agosto siempre funciona como un mes irreal, y es ahora, al desembocar en septiembre, cuando nos acucia el miedo de lo cotidiano, cuando los fantasmas se hacen presentes, cuando retomamos aquella realidad gelatinosa de lo indeciso, de lo impredecible, el discurso en bucle de la política, los males con los que nos fuimos, que quizás olvidamos brevemente, pero que en septiembre encuentran fácil acomodo y reverdecen.

Hubo un tiempo en el que adoraba este mes de frutos abundantes. Como niño rural, aquellos septiembres suaves nos reconciliaban con el olor de la tierra, nos devolvían cierto orden tras el verano explorador. Septiembre era volver a clase, volver a casa (de la que apenas habíamos salido), volver a las rutinas seguras del calendario. Previsible pero tierno, septiembre nos obligaba a ajustarnos a una realidad que habíamos olvidado gracias a la libertad del verano, mientras los relojes se envolvían en las telas de la noche, que ya no se demoraba tanto, y todo nos parecía de pronto más tangible, más sólido, más adulto. Septiembre era una dulce transición hacia la nieve del invierno. 

Lo que más recuerdo son los viajes entre los carriegos cargados de uvas, por caminos que ya no existen, salvo en la memoria. Acompañaba a mi tío, gozaba con las uvas de oro, con el final inexcusable de los días salvajes, del sol interminable, de la eternidad que sólo puede sentirse en la niñez. Septiembre nos acogía como si fuéramos animales desorientados o huérfanos, nos señalaba el camino, nos ponía en marcha, nos hacía crecer en el dolor de las pérdidas y en la certeza de que nos dirigíamos inexorablemente a una madurez no solicitada, porque sabíamos, sin que nadie lo dijera, que la infancia se quedaba ya atrás, en la ribera de los ríos. 

Tanto tiempo después, entrar en septiembre es volver a la batalla. He perdido la referencia del mundo rural, aunque no, al menos de momento, la memoria de aquel suave crujido de la hojarasca que templaba nuestro corazón. Recuerdo los olores y los colores de septiembre, recuerdo el amarillo que teñía el aire, pero visto desde la edad adulta el mes ha perdido gran parte de la antigua belleza. No hay tregua a este lado de la empalizada, toda la realidad que creímos dejar en suspenso regresa ahora con fiereza, desemboca en nuestras vidas sin compasión. Hay un ansia extraña por recuperar el tono agrio que últimamente nos caracteriza, una urgencia enfermiza por alimentar el monstruo de la polarización, una pasión por seguir acelerándolo todo, por regresar al vértigo, a los abismos, a las discrepancias, y quién sabe si también a los odios. 

La realidad se toma ahora su revancha. Agosto, aunque ya no ofrece la desconexión de antaño (todo se hace omnipresente en el mundo de hoy), siempre permite el autoengaño. Porque agosto es un mes infantil en el que aun tienen cabida los sueños y las imaginaciones. Septiembre exige, en cambio, actitudes de adulto, vestimenta de calle, sus pequeñas dosis de amargura. Septiembre, desde esta edad adulta, parece un corredor con las salidas de emergencia tapiadas por el enemigo, que es el tiempo. No hay retorno, no hay marcha atrás, la realidad se va imponiendo con sus sombras, el trueno empieza a hablar, los engranajes de la política chirrían bajo la hojarasca, porque el mundo está aún en construcción a nuestro alrededor.

 
Nos fuimos en julio con la sensación de cierta provisionalidad. Aunque ahora volvemos a la vida doméstica, a nuestras cuitas personales, a cierta dosis de intimidad, la política impone su relato inconcluso, el suspense que nos dejó el 23-J. Ni agosto se libró de las consecuencias del laberinto. Me pregunto si la cuestión de la investidura es el asunto más importante para iniciar el curso, acuciados como estamos por los precios del aceite, por las malas cosechas, por la falta de agua que compromete nuestro futuro inmediato, pero es seguro que la política nos ocupará muchas horas con sus sonoros debates, que se retroalimentan hasta el infinito y más allá. La lucha por el poder, la construcción de los liderazgos, devora nuestras vidas inmediatas. Fagocita en cierto modo la vida pequeña de la gente. Todo el ruido vuelve en cuanto se abren las compuertas de septiembre, todo crece, todo se acelera, no hay lugar para lo particular, para lo propio, no queda sitio para la lentitud.

Agosto se despidió con esa reunión extraña y teatral entre Feijóo y Sánchez. Seguros ambos de sus razones para gobernar, el encuentro en el Congreso tuvo algo de ‘performance’, de reunión protocolaria, fría y urgente. Como si los dos liderazgos tuvieran que confirmar la necesidad del encuentro, como si tuvieran cumplir con un guion tan encorsetado como inútil. Esas dos sillas solitarias, esas banderas dispuestas en perfecta simetría, esa habitación vacía. Ahí estaba el escenario perfecto y minimalista para una función irrepresentable. Dos líderes juntos, pero previsiblemente muy separados, alejados en su extraña y forzada cercanía. Dos líderes atrapados por los números, con todas sus consecuencias. Dos líderes que desembocaban en la realidad de septiembre, dispuestos a zambullirse en las aguas turbulentas del otoño. 

Dicen que Feijóo pidió a Sánchez lo que sabía imposible. La política, en su nueva versión, también puede ser el arte de lo imposible. Pero Feijóo, aun reconociendo la imposibilidad matemática de ser investido, salvo milagro mayor, recoge en esta función el mérito del opositor que arriesga, que construye en realidad una alternativa futurible. Como ya dijimos aquí, Feijóo aspira a lograr la solidez del aspirante. Tal vez presente su derrota posible como el sacrificio del líder más votado, porque ante Ayuso, y ante otras baronías, su insistencia tendría el premio del reconocimiento, el espaldarazo en los difíciles campos de Madrid. De ahí ese esfuerzo final, esa carrera vertiginosa que, para sorpresa de muchos, parecía incluir a PNV y Junts en las negociaciones. En el escenario actual, la demanda de equilibristas de la política es grande en todos los partidos. 
Pero hay algo más. El futuro inmediato. El otoño caliente se agita más allá de los Pirineos, donde Puigdemont está a punto de dar a conocer sus peticiones. Sánchez se enfrenta, sin duda, a la más épica de las nominaciones, en el gran ‘reality’ de la política nacional, al más complejo de los puzles. Septiembre arranca con el vértigo y el dolor, más propios de la vida adulta.

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