15/09/2024
 Actualizado a 15/09/2024
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No ha logrado controlar la fuerza centrífuga con sus brazos escuálidos y ha salido despedido del pequeño carrusel. Causa asombro que no haya aterrizado de bruces cuando todo parecía anunciarlo; se levanta, mira hacia su madre y solo comienza a llorar cuando ella repara en él, aunque apenas se le oye porque el estruendo de los chavales que corretean cerca ensordece a todos. El parque está abarrotado.

Al balancín se ha subido una niña que no quiere mecerse, solo estar sentada inmóvil mirando al asiento vacío del otro extremo. Cada vez que alguien se acerca lo rechaza con un gesto mudo y, si no le hacen caso, se baja para observar ceñuda desde la distancia hasta que puede volver a subirse sola. No se puede usar el tobogán porque en su cima ha acampado una montonera de críos que se patean entre sí. Desde el pie de las escaleras hace un rato que algunas niñas les miran condescendientes, con un fastidio apático. Al punto se marchan sin mirar atrás y ellos bajan sin saber qué hacer ni dónde ir.

Un niño se empeña en lanzarse desde el columpio cuando llega a lo más alto. Ya van varios intentos y sus gestos revelan que el golpe le duele siempre, su ropa está sucia y a punto de romperse. Un par de chiquillos miran embelesados, dudan entre reírse o admirarle. Otro pequeño ha decidido correr en círculo a toda velocidad alrededor de la zona de juegos mientras grita a pleno pulmón, no se distingue si furioso o alborozado. A menudo choca con alguien o con algo pero ni le afecta ni se detiene. «Es una ambulancia» afirma un espectador de su edad; «no, es un dragón de fuego Targaryen», contesta otro.

Un tropel de chavales persigue un balón. Uno de ellos lo agarra y corre mientras todos gritan tras él. Otro lo alcanza y se lo arrebata de un tirón, un tercero logra darle una patada y después otra más que lo encaja en un árbol desnutrido. Todos se marchan ufanos menos uno que mira compungido hacia arriba. Es el dueño del balón.

Las madres forman un círculo compacto y dicharachero ajeno a lo que sucede, salvo una de ellas, quizás primeriza quizás vigía, que les vuelve la espalda y se afana en morderse las uñas mientras escudriña sin pestañear, no puede saberse a quién, puede que a nadie. A unos pasos hay otro grupo más disperso de padres taciturnos que miran a las madres y a los niños de hito en hito, como queriendo descubrir la forma correcta de estar aquí. Algunos abuelos escoltan a sus nietos a distancia.

De pronto, un extraño arreón de viento crudo corre entre la gente y de las mochilas y bolsos brotan jerséis y sudaderas de colores; hay gritos con nombres imposibles de distinguir y carreras en todas direcciones.

El sol acaba por ocultarse entre nubarrones y muchos abandonan el parque. Cuando apenas queda nadie, la niña sigue sentada en el balancín quieta, callada y sola mirando hacia arriba.

 

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