Las fotos tomadas a los nostálgicos que se congregaron en la parroquia de Santa Marina para rendir tributo al alma congelada de Franco estaban hechas con una cámara de última generación; un sofisticado dispositivo que dotó a las instantáneas de un aroma a naftalina que rezuma en cuanto las tienes ante tus ojos. Creo que el que está criogenizado no es Walt Disney sino el dictador. Leyendo la narración de los hechos, con un cura falangista, con el saludo romano figurando por ahí y con el Partido Obrero Reunificado de invitado especial parece que uno está sumergido en la sección provincial de El Alcázar. Hasta unos padres hicieron proselitismo infantil llevando a sus hijos a la celebración, para que sepan que aparte de que antes todo era campo, con Franco se vivía mejor. Ahondando en la España melancólica, abriendo la herida de los descreídos que en el 82 votaron a Felipe González como culmen del estado de bienestar y ahora ven cómo sus hijos abrazan los extremos ante el fracaso de un sistema que les vendió un sueño que sus nietos no podrán cumplir.
Con la Dana de Valencia muchos se acordaron de las obras que el franquismo realizó tras la riada de 1957 en el río Turia y que evitó que la tragedia de hace unas semanas fuese mayor. La decadencia moral e intelectual de nuestra clase política genera una proyección sobredimensionada del legado del franquismo, despierta un anhelo distorsionado hacia el antónimo del relato democrático. Estamos cada vez más cansados de nuestros políticos, de los burócratas tan ocupados en las cuitas sobre el papel que en ocasiones dan la sensación de estar desconectados; por eso gana Trump y cualquiera que da una mínima señal de no hablar el mismo idioma enmoquetado. Los datos de la encuesta de metroscopia sobre la provincia de León plasman esta corriente; la subida de UPL y el mantenimiento de la alcaldía de Diez, que parece un socialista circunstancial más que por convicción, son un espaldarazo a todo lo que no huele a la política tradicional.