Si con frecuencia comento que el que yo escriba y publique es osadía, hoy, ya osadía me parece término benévolo, afectado; que confiesa, sí, pero permite perseverar en el yerro, y estimo que más se ajusta a la realidad el vocablo descaro. Así que ya, ¡aviso!, me tomaré el próximo mes de asueto (y aquí, sabré si mi apreciado director me lee hoy) para hacerme minero de mí mismo y cavilar sobre la conveniencia de continuar con estas y otras escrituras en renglón de varia longitud, con algunas de ellas o definitivamente cesar en mi incurable aprendizaje de escribidor y dedicarme exclusivamente a mi otro goce con la literatura: la lectura; y con ella seguir camino en la certeza (¡qué pocas hay!) de que cual dijo Montaigne: «Los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje» que, por otra parte, sé ya cerca de sus más quebrantados trechos hasta su, nada temido, último acto, que no meta, pues es término sabido, pero no señalado.
Y no se tome este posible retiro a la lectura por lugar común o principio retórico de este, repito, incurable aprendiz de escribidor, no. Si me mantengo vertical y, aún los propios yerros y fallas, me procuro recto, amén de por educación ilustrada con ejemplares consanguinidades, que duda cabe que, a su mantenimiento, ampliación y mejora (qué deformación profesional, aún) todo se lo debo a las heterogéneas y heterodoxas lecturas con que me he alimentado a lo largo de los años. Y aún cuando seguro que en el ánimo del autor no se encontraba provocar este dudar mío, a un libro le debo esta necesidad de cavilación sobre mi hacer escritural. Nada más lejos de ello. De hecho, sólo veo tal cavilación como continuación del milagro que en mí produjo su poema inaugural. Hablo, intensamente conmovido, del libro ‘El que menos sabe’, hablo, con inmensa gratitud, de y a Tomás Sánchez Santiago.
El íntimo recorrido que su lectura me ha propiciado, el reencuentro con aspectos de mi vida que, si no olvidados, no están suficientemente presentes en mi cotidiano existir y hacer, jamás se lo podré agradecer con igual intensidad a la sentida mientras vine avanzando por sus páginas, su belleza, mi memoria y, sobremanera, mi presente, digámoslo claro, salvado por el ya dicho inaugural poema ‘Las buenas intenciones’. Sí, vi cumplirse en mí la afirmación de André Maurois de que «la lectura de un buen libro» además de hacer recordar e indagar en uno mismo «es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta». Sí, he de cavilar.
¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.