25/06/2024
 Actualizado a 25/06/2024
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Me encanta el deporte. Practicarlo y verlo. He seguido Roland Garros, ahora estoy viendo algún partido de fútbol –por supuesto los de España– y estaré atento a las olimpiadas. Y entreno muay thai, hago senderismo y juego al tenis todas las semanas. Para mí, es como comer. Por eso, he leído con especial atención la ponencia ‘El deporte como fenómeno humano ¿Catarsis moderna o ascética secular?’ que Vícktor Frank –prisionero durante tres años en Auschwitz y Dachau– publicó en ‘El hombre doliente’.

Su tesis es que buscamos tareas que tengan sentido que puedan mantenerse en una «sana tensión». Si el hombre encuentra un sentido, entonces y solo entonces, se siente feliz. Estamos, dice, en una situación en la que el hombre apenas puede encontrarle un sentido a su vida; en la sociedad del bienestar y de la abundancia una buena parte de la población posee medios económicos pero carece de metas vitales; tiene de qué vivir, pero su vida carece de un porqué. Resulta así que el hombre actual pasa menos necesidad y sufre menos tensiones que el hombre del pasado y por eso tiende a crear artificialmente la tensión que la sociedad le niega: se procura él mismo la tensión que necesita. Empieza a levantar «islotes de acética» y aquí aprecia Vícktor Frank la función del deporte, como una forma de ascética moderna.

Y propone algo que, como deportista, me resulta muy sugerente: en el deporte competitivo bien entendido, el hombre rivaliza consigo mismo. A la inversa, un exceso de intención lleva al agarrotamiento, como un exceso de autobservación lleva a la inhibición. Cuanto más se busca el placer, más se le escapa a uno; en el deporte ocurre algo análogo: cuanto más se ansía la victoria, más se escapa de las manos. La mejor motivación podría ser entonces que uno quiera medirse con otro pero sin intentar directamente vencerle. Todo un reto en esta sociedad competitiva donde desde pequeños ya nos hablan de vencedores y vencidos.

 

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