Rosa Román

Una sociedad de mantequilla, blandita y derretida

21/06/2024
 Actualizado a 21/06/2024
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Resulta doloroso reconocer que nuestra sociedad, esa en la que vivimos, respiramos, amamos, odiamos, trabajamos, estudiamos, sufrimos y nos divertimos, se ha vuelto blanda en todo su abanico. Una legislación laxa que deja desprotegidos a sus ciudadanos, expuestos a reglas y leyes caprichosas y tiranas en función de intereses, a menudo contrapuestos. Y pese a ello nos adaptamos. Nuestra sociedad se parece, cada vez más, a ese niño que llora al coger por vez primera un trozo de mantequilla y observa, incrédulo, cómo se resbala, derretido, entre sus manos. Y no me refiero al medio centenar de niños austríacos refugiados que, huyendo del sufrimiento y los horrores de la guerra en su país, llegaron a León en julio de 1948 de la mano de Cáritas y Acción Católica de León y vivieron durante un tiempo con familias de esta ciudad. Los apodaron ‘los niños de la mantequilla’ al ser lo primero que pedían cuando bajaban del tren, enfermos, débiles, hambrientos y desnutridos; les costaba digerir la comida y querían mantequilla. A nuestros ‘niños mantequilla’ actuales les cuesta decidir qué comer por tener una abundancia de todo –no incluyo a las familias que acuden a los Servicios Sociales, no son blandengues ni caprichosos porque su premisa es sobrevivir–. La mayoría de esos niños refugiados en León dormían con miedo, recordando los bombardeos de su país; los ‘niños mantequilla’ actuales no duermen porque el móvil les roba el sueño y la ilusión. Me pregunto, ¿qué pensarían nuestros antepasados fallecidos hace 30, 40 o 50 años si se hubieran crionizado y despertaran ahora? Tendrían que ser derivados directamente a la Unidad de Psiquiatría de un hospital; su mente creería estar en una especie de metaverso o pentaverso de la locura, y después de hacer un curso intensivo de hipnoterapia, inclusión e integración social, dudo bastante que asimilaran esta pseudosociedad exigente, mantequillosa, quejica, sensible al dolor propio y ciega e intolerante ante las injusticias ajenas; ellos aprendieron disciplina, respetaban a sus mayores –sin condescendencia ni insolencia–, y no se frustraban por cualquier majadería. Imagino que todo tiene un tiempo y éste, afortunadamente para ellos, ya no es el suyo. Porque el mundo que nos rodea tiene sus propias reglas, y, a quienes nos toca vivirlo, mejor o peor, lo vamos toreando porque hemos crecido y evolucionado con él. Aceptamos a regañadientes y con vehemencia la imposición de unas leyes educativas chirriantes que entorpecen las funciones de los docentes –doy fe de ello—; soportamos un entorno sanitario público cada vez más empobrecido y abandonado. Sin olvidar esta cultura ‘rock, pop, rap y frap’ incrustada desde hace más de una década en nuestro ideario, ausente de letras de calidad y técnica vocal, o esos jugadores de fútbol ‘refrencers’ que parecen salidos de una película de Tarantino en versión cósmica. Lo triste es contemplar las hordas de jóvenes abducidos e hipnotizados, emulándolos y compitiendo entre ellos por mostrar quién luce la vestimenta más estrafalaria a precio de trillón, conseguida a base de quejarse y ablandar a sus padres, que, agotados, han cedido, porque si no el ‘adolescente veinteañero-treintañero’ se ‘trauma’ y como dicen entre ellos: «‘Pues’, ‘en plan’, ‘o sea’ ‘esto no mola...». Se excusan en que lo importante es pertenecer a su grupo aspiracional, e identificarse para no ser marginados. Si los padres se derriten frente a argumentos basados en cuatro carantoñas y tres pataletas, no podrán exigir hijos competentes y fuertes. Algunos padres no han enseñado a sus hijos que en la vida es fundamental experimentar el dolor para la supervivencia de nuestra especie. Solo con la práctica aprenderemos que no debemos hacer algo que nos hace daño: porque si pones la mano en el fuego y te quemas, fijo que no volverás a hacerlo. 

Hablando de carantoñas, una amiga, madre de cuatro hijos, me contaba que su hija pequeña es feliz, muy feliz, consentida pero estudiosa –algo es algo–, y cuando su padre llega a casa por las tardes, ella sale disparada a recibirlo, le coge la cara entre sus manos, le achucha las mejillas y le dice: «Papi, papi, ¡es qué eres tan mono! ¿Y qué hace el padre? pregunto a mi amiga: «Se derrite, le hace gracia…», responde impávida. Debo reconocer que estuve riéndome una semana. Me cuesta creer que esos arranques amorosos repentinos no obedezcan a alguna estrategia manipuladora conseguidora de…: ¿La última versión del ‘iPhone’? Lo más chocante es que muchos de esos padres, ablandados frente a una zalamería ensayada de sus hijos, utilizan Iphones rehabilitados, mientras sus querubines consiguen, con solo un mohín, derretir el corazón del padre más serio que el maletín que lleva en la mano. Es que algunos hijos tienen mucho arte y algunos padres están ciegos, o se lo hacen… Aunque hay de todo: madres con hijos preadolescentes tranquilos, maduros y observadores, que intentan buscar la perfección en todo lo que hacen –una rareza y una alegría para sus profesores–. 

También está la contraparte: adolescentes que prefieren tirar su tiempo libre y el de estudio viendo género gore en internet, luego son incapaces de levantarse por las mañanas para ir a clase, y alegan que sus padres están divorciados y no les ponen límites. Después, nosotros, los docentes, nos encomendamos al universo y nos armamos de paciencia y valor para comunicarles ‘con mucho tacto’ que a su santo hijo se le está derritiendo el cerebro por esa incapacidad que tienen para negarles nada, incluso permitirles dormir con el móvil, como si fuera un juguete inofensivo. Deberían hablar más con sus hijos, explicarles el valor de los límites con un ejemplo muy práctico: los parques están vallados para que, dentro de ese perímetro, los niños jueguen e interactúen sintiéndose libres pero protegidos frente a los peligros externos, porque si las vallas/límites se retiraran, surgiría el peligro por doquier. Los adolescentes y jóvenes necesitan explicaciones con ejemplos sólidos para no perderse entre los ‘atrapa’ algoritmos de las redes sociales, llenos de datos falsos, cuyo poder –ya inabarcable– de ‘los que están al otro lado de la red’, promueve el individualismo, la indulgencia, el egoísmo y el mínimo esfuerzo. 

A todo esto, el pasado 4 de junio se publicó en el BOE el anteproyecto de la nueva ley de protección del menor; esta normativa obliga a los fabricantes de ‘smartphones’, tabletas, ordenadores y televisores a incluir en sus sistemas operativos, por defecto, una herramienta de control parental que podrá configurarse al encender el dispositivo por primera vez. Será obligatorio que sus hijos tengan, como mínimo, 16 años para registrarse en una red social. Padres y madres, no se derritan ante sus hijos, que internet no les gane la batalla, y nosotros, los docentes, desde los centros escolares, les garantizaremos un aprendizaje positivo, que les lleve a entender, comprender y vivir en esta sociedad de mantequilla, blanda y manipuladora, a redescubrir sus emociones, su autoestima, el compañerismo, el respeto, la asertividad, la empatía y la autoridad, pues las normas están para respetarlas, los límites para no traspasarlos, y las bromas de mal gusto para nadie. Algunos padres –no todos– ignoran que su obligación es llevar a sus hijos a las aulas ya educados, no desbocados, sin límites y agitando el móvil por bandera; que exigen y retan a sus profesores y se frustran con sus obligaciones académicas. La función de los docentes es formar, aunque ya puestos, también educamos. No somos de mantequilla aunque las leyes educativas intenten derretirnos. En los colegios e institutos, los equipos directivos, los equipos o departamentos de orientación, y todo el claustro de profesores nos formamos y nos reciclamos continuamente para ofrecer al alumnado la mejor formación, dispuestos, durante el curso escolar, a prepararles para su futuro, fuertes pero templados, que sepan valorar lo bueno de su sociedad, porque no hay más misterio que seguir avanzando con seguridad, con pocas debilidades y muchas fortalezas. Me consta que la consecuencia directa de esta adolescencia y juventud dúctil, es crear sociedades dóciles, adormecidas y manejables por internet. Pese a ello, tenemos las generaciones mejor alimentadas, más cuidadas, y más protegidas que, paradójicamente no pueden emanciparse porque se han acomodado a una calidad de vida familiar que la sociedad civil y el mercado laboral no les devuelve. Algo falla en el sistema. Tenemos un problema. Tanta mano blanda en casa choca cuando se enfrentan a la dureza de la vida real –no de la virtual–. ¿No es ésto un engaño? Con ‘todas las de la ley’, lo es.

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