Todos los días, a las seis y veinte de la mañana, el camión de la basura enfila mi calle y se detiene frente a mi casa para descargar no sé cuál de los contendores que la invaden. Produce un ruido mecánico notable, me despierta y, como por un resorte, me coloco el auricular en la oreja. Gracias a las voces suaves de la radio a esa hora, me adormezco hasta que poco después suena la alarma del despertador y rompe definitivamente la jornada. Los sonidos del amanecer son siempre amortiguados: el agua de la ducha, las noticias a un volumen discreto, el borboteo de la cafetera… Sales a la calle y de repente estalla el ruido de todo tipo de vehículos que ya en ese momento temprano empiezan a colonizar la ciudad. Pero, si te apartas un poco de la avenida y caminas hacia la estación del ferrocarril, otro ruidillo los sustituye: el de las pequeñas ruedas de maletas rozando con las aceras que va in crescendo. En el andén es ya una orquesta que te acaba rayando. Incluso el tren, cuando se estaciona, es menos estridente.
Siguen horas de trabajo y de almuerzo. Son episodios con una banda sonora muy diversa y singular según casos. No conviene entretenerse, pues.
La tarde comienza sesteando. La siesta es muda por definición, a no ser que, como en estos días, la televisión nos conecte con la Vuelta ciclista, en cuyo caso se nos asoman a los oídos nombres vagos que no acabamos de situar en la realidad o en el sueño. Lo vespertino apenas suena, uno se dedica a ecos del trabajo o a trabajos devocionales, apenas si te acompaña el teclado del ordenador, hasta que, llegado el momento, o bien hay un mutismo total para leer, por ejemplo a Paul Auster, o bien la música se extiende para escuchar el disco que nos regalaron por nuestro último cumpleaños: John Coltrane and Johnny Hartman. Después de las balas, los llantos y las voces grises del telediario, se acerca poco a poco el fin. La persona que descansa a mi lado respira profundamente, está dormida. Su melodía me envuelve y llega la paz.