16/02/2025
 Actualizado a 16/02/2025
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Esta semana he leído sobre Camerún, al que llaman ‘África en miniatura’. Con sus playas, sabanas, selvas, desiertos y montañas, parece el continente resumido en un país, con más de doscientos grupos étnicos y estilos musicales autóctonos. De lo leído, me quedo con el bikutsi, una música y danza ancestral que practicaban las mujeres de la etnia beti. Sentadas en pequeños taburetes formando un corro, cantaban golpeando cascabeles y cañas de bambú contra el suelo. O bailaban pisando con fuerza porque bikutsi significa «golpear la tierra». Un ritual para intentar, entre otras cosas, aliviar el dolor por la pérdida de un ser querido.

Llegué a estas lecturas tras la retahíla de malas noticias del fin de semana pasado, que parecían todas la misma. Dos días negros que se saldaron con tres muertos –dos de ellos niños– y una docena de intoxicados por monóxido de carbono. En la madrugada del domingo, un niño de 10 años y su tía fallecieron en un incendio en su casa, en Castilblanco (Badajoz), provocado por la mala combustión de una estufa de leña. Y en la misma tierra, Jerez de los Caballeros, ‘la ciudad de las torres’, esta vez fue protagonista por la mala combustión de una chimenea y la falta de ventilación de un cortijo, que acabó con siete personas en el hospital, intoxicadas por inhalación de humo. Pero quien me llevó a Camerún fue el niño de 9 años que murió el sábado pasado por inhalación de gas, en La Bañeza. Sus padres y sus dos hermanos, también afectados, fueron llevados al Hospital de León.

Hablé hace tiempo de Julia que, representando a millones de personas, cruzó el umbral de la pobreza cuando el frío cruzó el umbral de su casa. Por las mañanas alivia la artrosis ovillada tras el cristal, apurando hasta el último rayo de sol, recargando el cuerpo con la única energía que puede permitirse. Por la tarde se refugia en el rincón opuesto. Sobre la mesa camilla, un tapete de ganchillo y un frutero. Y debajo, el brasero que no calienta la casa, pero caldea la salita hasta que las mantas cojan el relevo y abriguen la noche. Esos braseros tan peligrosos, que tantas tragedias han provocado, único recurso de muchos que, como Julia, un día oyeron que vivían por encima de sus posibilidades y, sin saber cómo, acabaron sin encender la calefacción y viviendo por debajo de sus derechos. 

También nos advirtieron de aquella estufa de gas que nos acompañaba a todas partes, con una bombona dentro y una llamita fuera. Lo mismo calentaba la salita que el baño y la encontrabas en tu cuarto cuando ibas a acostarte, porque siempre se adelantaba a caldear los espacios que íbamos a usar. Un calor que apenas duraba lo que tardabas en acostarte. Entonces no sabíamos que si la llamita no era azul, mejor apagarla y llamar al técnico, ni que la llama amarilla significa que la combustión no es completa y la sacrificada estufa se convertía potencialmente en un arma.

Ya no hablamos de braseros o estufas anticuados. Hablamos de la mala combustión de una calefacción de carbón en La Bañeza, una estufa de leña en Badajoz, una chimenea en un cortijo. Todos los inviernos van unidos a miles de casos de inhalación de monóxido de carbono, ese gas venenoso al que se conoce como el asesino invisible que, según la Sociedad Española de Neumología, provoca una media de 125 muertes al año, en España. Un gas que, como las musas, es mejor que te pille despierto para que no convierta tu sueño en una ‘muerte dulce’, que es como se la conoce. 

Encoge la noticia del niño de Camerún, que tropezó con un final el mismo día del comienzo. Era su primera noche en el hogar que venían buscando, truncada por una calefacción que, en vez de abrigar su llegada, convirtió su primer sueño en una trágica pesadilla. Noticia que me trae a la cabeza el cuento persa que cada uno ubica en un lugar y yo lo haré en Samarcanda. «Habla de un mercader cuyo criado fue al mercado y al rato regresó muy asustado y pidió a su amo el caballo más veloz para huir lo más lejos posible. Decidió ir a Samarcanda porque en el mercado encontró a la Muerte y le hizo un gesto amenazante. El mercader, después de prestarle el caballo, fue a la plaza, buscó a la Muerte y le preguntó por qué amenazó a su lacayo. Y ella respondió que no fue un gesto de amenaza, sino de extrañeza por verlo allí, tan lejos de Samarcanda, donde tenía una cita con él esa misma noche». Imposible imaginar lo que sentirán esos padres que, donde esperaban iniciar una vida mejor, les esperaba un final. El aviso fue a las seis de la mañana y uno se pregunta si no será demasiado temprano para que vuele un niño. 

Desde entonces, imagino a las mujeres de cualquier etnia de Camerún, sentadas en taburetes formando un corro en el fondo de los tiempos, cantando el bikutsi más rabioso y golpeando la tierra con cañas de bambú, intentando calmar el dolor de la pérdida de un niño que, huyendo de la miseria de su país, le nació una muerte dulce entre las sábanas, en un pueblo de León, allá en España, a cinco mil kilómetros de sus raíces.

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