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La suerte compartida

20/10/2024
 Actualizado a 20/10/2024
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Voy a comprar la lotería del periódico y el lotero, que es amigo pese a que hasta la fecha el cabrón únicamente reparte un poco de nada, me dice lo mismo que llevo escuchando desde hace una semana:«¡Vaya movida lo de tu pueblo! Pobre Luis». Aún no puedo hablar mucho del tema sin emocionarme, así que me limito a decirle que sí, sí, que ya ves, que vaya palo, que puta mala suerte. Sigue diciéndome cosas que no me sorprenden, que me han repetido cuarenta veces y en cuarenta sitios a lo largo de los últimos días:«Era un tipo encantador. Muy amable, muy educado.Siempre de buen humor.Daba gusto hablar con él».Asiento. En realidad yo diría mucho más pero, aunque se lo agradezco, estoy deseando que cambie de tema. Él no está por la labor, así que le pregunto que de qué le conocía. «Venía por aquí todas las semanas.Todos los lunes.Siempre jugaba lo mismo: una Primitiva múltiple de siete apuestas y unEuromillones de dos». Nos quedamos los dos en silencio, mirándonos a través del cristal de su pecera, él esperando no sé a qué y yo deseando que entre alguien. Nunca he entendido las quinielas reducidas ni he sabido lo que es una Primitiva de siete ni un Euromillones de dos, pero no puedo soportar el silencio y tengo miedo de echarme a llorar en un lugar tan poco bucólico como una administración de loterías, así que lo tengo claro:«Dame lo mismo que le dabas a él». Carlos, el lotero, se me queda mirando retorcido.Hay algo de compasión en su mirada, una especie de pésame en la distancia. Sé que debe de tener clientes mucho más raros que yo, supersticiones inconfesables, pero también sé perfectamente en lo que está pensando: ¿quién puede desear la misma suerte de una persona que acaba de morir? 

Luis González murió en el monte hace ahora una semana. Dos días y dos noches estuvimos buscándolo, hasta que apareció con sus dos perros al lado, como si lo estuvieran velando. A su familia no le aliviará, pero la suya fue una tragedia compartida. De alguna manera siempre lo son en los pueblos, no sólo por ese extraño sentimiento de pertenencia que te hace parecer primo lejano incluso de los vecinos con los que en realidad no tienes ningún parentesco, sino porque una desgracia así se propaga por las cocinas a una velocidad mucho mayor que la de la mismísima luz. Y al enterarse, en Vegas nadie podía quedarse cruzado de brazos. 

Siempre hay algo de búsqueda en echarse al monte. Aunque no caces.Aunque no te gusten las setas. Aunque no quieras leña. Pese a sus peligros, y para muestra el más cruel de los botones, lo puedes hacer para buscar refugio, para distanciarte del mundo y sus problemas, intentar olvidar tus dolores de cabeza, perderte hasta de ti mismo en el polvo de los caminos y el silencio de los bosques. En esta época, aquí, está especialmente hermoso, los robles como canosos, los chopos dorándose, y también especialmente poblado: en cada camino hay un coche de alguien que se ha adentrado con su cesta entre los árboles, también buscando su propia suerte. Pero cuando lo que buscas es a alguien que ha desaparecido y que aprecias, el monte se vuelve punzante, un poco más por cada hora porque tu cabeza no se puede detener, porque piensas en todas las posibilidades y no se te ocurre ninguna buena y porque quieres encontrarle ya y al mismo tiempo tienes miedo de encontrarle. De noche se veían luces por todas las rampas, de día roderas por todos los caminos, huellas de gente que se atreve a buscar una aguja en un pajar cuando se trata de encontrar a uno de los suyos. Helicópteros y drones no fueron capaces de localizarle y al final lo tuvieron que hacer sus vecinos, más tarde de lo que a todos nos hubiera gustado. 

Hijo de Licinio el de Llamera, el luchador de la cadrilada eléctrica, currante, emprendedor, empresario, constructor, leal, extremadamente generoso, solidario hasta límites insospechados, siempre humilde aunque tuviera motivos para todo lo contrario, fuerte como un titán, con un corazón descomunal que fue su gran virtud y, al final, también su debilidad. Aunque no le tocara, soportó con la misma paciencia la edad del pavo de sus hijos y la de todos los que tenemos la suerte de ser sus amigos, siempre sonriente, siempre dispuesto a dar y no pedir, igual nos llevaba a Madrid a ver al Elosúa que a Gijón a ver al Barça o nos traía de madrugada de las fiestas de los pueblos cercanos. Compartió lo mejor, se guardó lo peor si es que lo había, una de esas personas cuya conversación es capaz de relajarte aunque no aunque no estés nervioso y aunque en realidad no te dijera nada. Hoy vivía por y para sus nietos, Marcos y Luna, que a duras penas aprenden ahora a digerir su primera gran pérdida.

Le contaré al lotero que no tocó ni la Primitiva ni el Euromillones, pero aún así en Vegas todos queríamos compartir su suerte, por desdichada que fuera. Un pueblo entero buscando a un hombre, a uno de sus vecinos. No era un hombre cualquiera. Ni un vecino cualquiera. Tampoco un pueblo cualquiera, qué coño.

 

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